CIRCULAR SIN NÚMERO Y SIN FECHA
NEANDERTHAL
Este cuento se remonta al tiempo de los cavernícolas, pero algunas de sus moralejas siguen vigentes. Cierta tribu tenía dos animalitos de estimación: una hiena, llamada Hy (que se pronunciaba Jai), y el cocodrilo Coco, ambos domesticados. Jai se reía casi de continuo, hasta volverse sumamente molesta; para que se callara le daban puntapiés y garrotazos, pero sólo conseguían que se riese con más fuerza. Jai cenaba con la tribu, es decir que daba vueltas alrededor de las mesas a la espera de alguna sobra, con suerte huesos pelados. Una noche uno de los comensales contó un chiste que, a pesar de ser bastante malo, despertó la hilaridad general; otros, envalentonados, también contaron anécdotas, algunas de ellas bastante ocurrentes, de acuerdo al humor rudimentario de la época. Pero Jai dejó de reirse al primer chiste, luego empezó a lagrimear y finalmente rompió en llanto. El escándalo era ensordecedor, de día y de noche, mucho peor que las risas de antes; además daba pena ver la pequeña bestia presa de tanta congoja. La llevaron al circo, y más llantos; a los dibujitos (grabados en la roca), y puro grito. Intentaron por el lado de la gula: en vez de los huesos le sirvieron un plato de sopa de gusanos, de la que ellos comían los días de fiesta. Famélica como siempre, Jai sorbió el caldo hirviente sin probarlo primero y se quemó la lengua. Inmediatamente dejó de llorar y empezó de vuelta con la risa. Aliviados, los cavernícolas le suministraron una buena tunda y les encargaron a los chicos de la tribu la tarea de mantener la hiena siempre alegre, pellizcándola y pateándola en cuanto dejase de reír.
En cambio al Coco, demasiado voraz, no le proporcionaban comida. Hacia el mediodía le dejaban ir al río, donde transcurría toda la tarde alimentándose de cuando en cuando con los animales que se acercaban a la orilla para beber. Un día salió de la jungla un cavernícola de otra tribu y entró al agua para refrescarse. Inmediatamente el Coco nadó hacia él con las fauces abiertas, para devorarle. El bañista se salvó por una fracción de segundo pues, percatándose del peligro, atinó a dirigirse al cocodrilo con las siguientes palabras (voy traduciendo): "Amigo mío, si querés podés comerme, pero más te valdría escuchar previamente lo que tengo que decirte. Has de saber que soy el herborista de mi tribu. Te sugiero que modifiques tu dieta, si es que quieres vivir largo tiempo y con calidad de vida: nada de carne humana, más lecitina y pólen y, sobre todo, mucha fibra vegetal. Yo sólo sería un veneno para tu metabolismo." Estas advertencias sonaron muy convincentes a los oídos del Coco, que, desistiendo de su propósito original, preguntó al Herborista dónde podría conseguir los alimentos que éste le estaba recomendando. El Herborista le suministró la dirección del almacén apropiado y, terminado su baño, regresó incólume a la caverna de su tribu. Mientras tanto el Coco fue al comercio y ordenó una buena cantidad de alimentos dietéticos, sin olvidarse del afrecho y de los dátiles. Tenía la intención de aprovisionarse para toda la quincena, porque caminar hasta el almacén, que quedaba algo lejos del río, le resultaba bastante penoso, con motivo del escaso largo de sus patas. La compra se desarrolló sin tropiezos, hasta que vino el momento de la verdad: el Coco no tenía dinero y pertenecía a una tribu pobre. El almacenero le dijo sin tapujos "nada de plata, nada de comida" y no quiso escuchar razones. Entonces, entre rabioso y enfurecido, el Coco se lo tragó.