En los años inmediatamente posteriores a la guerra, la vida, en toda Europa, fue durísima. Por ello el padre de Eneas, tras discutirlo durante una larga noche insomne con su mujer, aceptó un discreto empleo en América del Sur. Se trasladaron allí, padres e hijos, con buena parte de los enseres y el puñado de plata que sobró tras comprar los baúles; y también algo de ropa, para que la familia fuese presentable.
También en Sudamérica los comienzos fueron duros, pero, por lo menos, había trabajo y los alimentos eran baratos, lo que, después de la dieta de guerra, significaba abundancia.
El propósito de este relato no es describir cómo, con el tiempo, Eneas pudo juntar la plata para volver al terruño, para lo que iba a ser un breve viaje de reencuentro –más iría por los lugares que por las personas, pues muchos de los parientes habían seguido el ejemplo (Australia, Canadá) y otros ya habían emprendido el último de los viajes–. Lo que quiero contar es cómo le fue en ese regreso, y sus implicaciones.
Los amigos, tras tanto tiempo, casi eran irreconocibles y lo mismo ocurría con la ciudad, activa, pujante, llena de turistas. Ojalá en su momento se hubiese quedado en patria, pues, en neto contraste, allende el océano la vida se había ido deteriorando año tras año, por lo endeble de la estructura social, la rapacidad de los gobernantes e inclusive la benevolencia del clima, que garantizaba abundantes cosechas sin necesidad de esforzarse, de superarse. A la segunda semana, la gira estaba completa, o casi: sólo faltaba ver al Tío (y a la Tía), que, según parecía, se habían mudado al campo, como siempre había querido el Tío. Eneas recordaba su nueva dirección, mejor dicho la descripción del camino a seguir, nada en concreto, pero decidió intentarlo, pues quién sabe cuándo habría podido volver, si es que habría vuelto algún día.
La gente, que es lo que importa, ya casi no quedaba y era tan distinta: en cuanto a conocer nuevos lugares... para ello, en Sudamérica sobraban antigüedades precolombinas, playas cálidas, cataratas y selvas, con lo que quieras agregar, y, si uno buscaba lo moderno, salía más barato ir a Miami.
Lo más práctico para rastrear al Tío, ya que había que buscarlo al tanteo, sería disponer de un auto. Eneas consiguió uno prestado, se desobligaría con un buen regalo. Al día siguiente, después del desayuno, se puso en camino. La ciudad se destiñó en periferias polvorientas, hasta llegar al campo, que, como en toda Europa, alternaba cultivos y pueblos en breve espacio. Por lo general, en paralelo al camino corría el ferrocarril, por el que sólo transitaban trenes eléctricos, muy veloces. El cielo estaba límpido: el reencuentro, si lograba llegar hasta el Tío, ocurriría en un paisaje como de primavera.
Al igual de la ciudad, también el campo se había modernizado. A lo largo de todo el viaje, maquinaria agrícola por doquier, riego por aspersión, los trabajadores más que campesinos parecían mecánicos, empezando por su vestimenta. De pronto, el motor no quiso más. Eneas calculó que faltarían unos pocos quilómetros, lástima que el coche no aguantó. Sus conocimientos de mecánica eran rudimentarios, por lo tanto se rindió, tras algunos controles obvios. No había tráfico, quizás por la hora. Tras sopesar su decisión, resolvió seguir a pie, por lo menos hasta encontrar ayuda. Desde la calle, bastante empinada, que subía por el costado del cerro, se veía un panorama subyugante: un río cruzaba el valle, allá abajo, y una neblina, como un polvo de plata y oro, casi escondía los pueblos, parecidos a rebaños que estuviesen pastando en la lejanía.
Tras un recodo, inesperadamente, el camino se volvió llano: una dilatada meseta se extendía a su frente; a quizás un quilómetro de donde Eneas se encontraba, se adivinaba el bosque. Aceleró el paso, ansioso por llegar a la quinta, donde su Tía, seguramente, estaría preparando una merienda de tostadas, miel y torta. Gente de edad, quizás ya se estaban preocupando por su tardanza, pues, de no haberse averiado el coche, habría llegado hace una hora, o más. A poco de entrar al bosque, divisó la casita. Surgía al borde de un abra de quizás una hectárea, donde almácigos de verduras se alternaban con frutales, rosáceas y cítricos principalmente. Al lado de la casa, la parra; con certeza, por la época del año, cargada de uvas. De la chimenea salía un tenue hilo de humo, así que le esperaba un fuego, tanto más bienvenido porque durante la caminata la temperatura había bajado. Casi hacía frío: inesperadamente, ya que recién empezaba el otoño.
Eneas no recordaba cuál había sido la última vez que se había encontrado con el Tío. Ciertamente, nunca le había visto después de la guerra. Es más: no creía que alguien de su familia, antes de embarcarse, se hubiese despedido del Tío. Quizás cuando se fueron a Sudamérica ya él se había jubilado (improbable). La verdad, que su último recuerdo de haber estado juntos era de esa vez que el Tío le invitó para el almuerzo, en plena guerra. En esa ocasión la Tía, a pesar de la época de privaciones, había hecho milagros en la cocina. Días después, llegaron las tropas aliadas y, durante más de un mes, la ciudad había quedado partida en dos, el frente a lo largo del río, las actividades públicas en largo receso, los hospitales sin medicamentos, la comida una lotería, las largas colas para conseguir una damajuana de agua que, solita, debía alcanzar para la familia entera.
Y allá arriba se cruzaban los proyectiles de largo alcance, cañonazos continuos, que recrudecían de noche, cuando daban más susto, impidiendo el sueño. Y los aviones, que sobrevolaban el frente, más disparos, por la antiaérea, hasta que descargaban sus explosivos sobre los campamentos militares enemigos y a veces, quizás sin querer, acertaban los pueblos. Y, aún peor, los francotiradores, que, desde el otro lado del río o desde ignotas guaridas, disparaban por vicio, sobre cualquier cosa que se moviese, perro, mujer, niño, como esa vez que Enea (así le llamaban en aquel tiempo, sin la ese) y su padre escudriñaban con binoculares el otro lado del río, para entender cómo era la cosa, y un proyectil casi les acierta, y Enea rompió a llorar, abrazado a su padre. Sí, aquel almuerzo. El Tío, en ese entonces, tenía un solo ambo de verano que fuese presentable. Lo utilizaba todos los días para ir al trabajo. Al volver a casa para ese almuerzo, se lo cambió con la ropa común de siempre, no se fuese a manchar con la comida, o quedase arrugado. Ese traje, más que presentable, era casi elegante: quizás un poco estrafalario, por su color rojizo muy poco a tono con las preferencias de la época. Claro que uno debía cuidar al máximo lo poco que tenía, en ese entonces, sin embargo la preocupación del Tío le parecía exagerada a Enea. Ya casi nadie se cuidaba por la apariencia propia, ni por la ajena; todos se habían vuelto pobres, por la carestía.
Durante el almuerzo el Tío le habló de sus proyectos. Terminada la guerra, se jubilaría, vendería su casa y vivirían en el campo, con la Tía, de la jubilación más los ahorros más el producto de la huerta, que tenía como una hectárea. Le dijo a Enea, casi susurrando, que él ya había comprado el terreno, una ganga, y le explicó, más o menos, donde quedaba. Faltaba construir la vivienda: una pequeña casa blanca, con una parra al costado, como el dibujo que le enseñaba, pero que no se lo dijese a nadie, que era un secreto. Y había hecho un descubrimiento muy importante: el quid de las buenas cosechas no eran los abonos, sino los gusanos, como él le decía a las lombrices. Lo tenía todo estudiado, con los desechos alimentaría colonias de gusanos y, en las épocas apropiadas, los esparciría por todo el terreno, así que los gusanos llevarían en la panza los nutrientes, y trabajarían y abonarían el suelo al mismo tiempo. Además, para alimentar las gallinas y los pollos, complementaría el maíz de su propia cosecha con parte de los gusanos. Negocio redondo, con costo casi nulo. El Tío progresivamente se entusiasmaba y al final ya habló sin misterios, en tono normal.
– ¡Vas a ver qué casita, Enea! Hasta voy a plantar unos paraísos, ¡vas a ver cuando florezcan, qué maravilla! Una nube de color suave, en su época. Yo –aclaró– sé dónde conseguir los pies, porque son árboles muy poco frecuentes, aquí, de origen chino.
De pronto se dio cuenta de que se había hecho tarde: fue al dormitorio y Enea, por la puerta entornada, vio cómo volvía a ponerse el traje rojizo, que había dejado sobre la cama grande prolijamente doblado, y cómo lo alisó cuidadosamente con un cepillo. Luego tomó de la mesa de luz, donde lo había apoyado al desvestirse, el reloj de bolsillo del abuelo (el cuadrante de números romanos, la caja y la cadena de plata 900). Le dio una breve carga, aseguró la cadena en un pasante del cinturón y guardó el reloj en el bolsillito del pantalón, cerca de la cadera. Luego se abrazaron, quién sabe cuándo volverían a verse, las cosas de la vida eran imprevisibles, en esa época; después el Tío se sujetó con broches el borde de los pantalones y se alejó en bicicleta, rumbo al trabajo. Enea se quedó a ayudar a la Tía con el lavado de los cacharros: la Tía, aunque hablaron mayormente de otras cosas, por algo que dijo parecía que respetaba, casi con devoción, los proyectos del esposo.
Y otra tertulia recordaba Eneas: en casa del Padrino, donde Enea, al principio del conflicto, transcurrió un verano. El Padrino era un cura importante, en esa diócesis. Persona de dinero, propietario de algunos campos, que le administraba Tonio, su hermano, hombre sencillo, trabajador, entendido en lo suyo y de gran sentido común (como se le dice a la inteligencia, que no es común para nada). Pues en esa oportunidad, cuando la guerra se combatía en África y ya no había frentes de batalla en Europa y todo parecía navegar por aguas seguras hacia una paz victoriosa, de pronto Tonio dijo, suspirando:
– Ojalá no lleguen a invadirnos, pues yo lo vi con mis ojos, lo que pasó en esos pueblos, cuando los austríacos rompieron el frente.
Se refería a la derrota de Caporetto, en la guerra del catorce: los campos devastados, las casas derruidas, los niños, ¡qué los niños!, todos con hambre, hambre de veras, de morirse. El Padrino le recriminó con ironía por sus absurdos temores: ¿de dónde vendría, esa invasión?, ¿de Grecia?, ¿o más bien desde Egipto? Tonio sonrió, incómodo, como disculpándose por su reflexión tan ingenua, y se quedó mirando la pared, sin llevarse a la boca el bizcocho de almendras recién mojado en el Chianti...
De pronto Eneas lo vio al Tío, debía ser él, por el pantalón rojizo, salir de la sombra de la parra. Tenía el reloj del abuelo en la mano. Miró el cuadrante, sacudió la cabeza como con resignación, dirigió la mirada hacia el bosque sin ver a Eneas, escondido entre los paraísos, se dio vuelta y entró a la casa, cerrando la puerta tras suyo. Fue sólo al cerrarse esa puerta que Eneas volvió a sentir el dolor punzante, la angustia, el llanto de cuando el Tío había muerto entre sus brazos, los débiles brazos de Enea, por un disparo que había acertado al Tío en la cabeza, que se deshizo en sangre.
Rasgó el aire el grito de un ave nocturna, quizás un lechuzón blanco. Eneas miró hacia el cielo, que se había vuelto oscuro, y, entre el follaje, divisó la que tenía que ser la primera estrella de la noche. Titilaba, serena, y, al contemplarla, el corazón de Enea se fue calmando. Pasaron siglos, o un instante, y la estrella, su estrella, seguía allí, inalcanzable.