LAS DOCE ANÉCDOTAS DEL MAESTRO CHINO
Relato de Aldo Maranca
ÍNDICE
ADVERTENCIA
La segunda lectura de este relato, si cupiese, conviene realizarla en el orden cronológico de los acontecimientos, guiándose por los números romanos que, en el índice, preceden cada título, del I al XII.
Estábamos desayunando. Sin que yo supiese el motivo del castigo, el Maestro me agarró por la nuca y aplastó mi cara contra el tazón de arroz con leche de soja. Cuando aflojó la toma, levanté la cabeza, llorando. Mi nariz sangraba copiosamente. El Maestro me advirtió: "El Sabio guarda las lágrimas para las grandes aflicciones."
Esa misma tarde el Maestro nos llevó al Circo de los Pandas, donde asistimos a un espectáculo sumamente divertido. Nos reímos a mandíbula batiente. El Maestro nos advirtió: "El Sabio reserva la risa para las grandes alegrías".
A la noche, al saludar al Maestro antes de acostarme, le pedí respetuosamente que me diese un ejemplo de grande alegría. Me contestó: "La mayor alegría es la muerte; la aflicción más grande, el nacimiento."
El primer día de mi aprendizaje con el Maestro Chino, el almuerzo consistió en arroz con brotes de bambú. Nos servimos del caldero, con parsimonia. En una fuente separada había dos docenas de escarabajos pelados, cocinados con miel. Terminé mi arroz rápidamente e hice el ademán de servirme un escarabajo, de postre. El Maestro me dio un terrible golpe en el espinazo, con el costado de la mano derecha, que era dura como el acero. Los compañeros me susurraron que no me quejase: les hice caso.
A la noche, antes de acostarme, pregunté respetuosamente al Maestro porqué nadie se había servido los escarabajos. Me contestó: "El Sabio no se alimenta de animales."
Reflexioné sobre la respuesta y le pregunté, con todo respeto, porqué, entonces, los escarabajos dulces estaban en la mesa como el resto de la vitualla.
Me contestó, sonriendo: "No todo lo que se puso en la mesa era nutricio. ¿Acaso se te ocurrió comer el mantel?"
Supe tiempo después que los escarabajos de ese día habían fallecido de muerte natural. A propósito: "nutricio" significa, más o menos, "comestible".
Un día lluvioso de mucho viento, el Maestro nos condujo a orilla del mar, para que viésemos el oleaje espumoso. Nos explicó que las olas se suceden como las generaciones de los seres humanos: los días de paz serenas y soleadas, los días de guerra como en la tempestad. Tras la clase nos consintió un breve recreo. Chin-chin (mi mejor amiga de esa época), aprovechó la pausa para recoger conchillas, y empezó a enhebrarlas en un piolín de esparto (que yo había encontrado en la arena) para fabricarse un collar.
El Maestro se le acercó sigilosamente y la azotó repetidamente con su caña de bambú. Como se trataba de una niña, Él tuvo la gentileza de explicar al momento la razón del castigo: "El Sabio no atesora cosas sin valor: no se deja engañar por su apariencia, mera imagen en el espejo."
Chin-chin se tragó las lágrimas, mientras Chin-chu-lin (cuya naturaleza es malvada) se reía por lo bajo.
A la noche, antes de acostarme, al desearle al Maestro un buen descanso (aunque supiésemos que Él nunca dormía) le mencioné respetuosamente que mis padres guardaban para mí una moneda de oro, que yo consideraba muy valiosa. El Venerable me advirtió que el oro vale aún menos que el papel, sólo es un brillo fugaz en el espejo. "Entonces -pregunté- ¿qué es lo que debemos atesorar?"
El Venerable Maestro asintió con la cabeza, repetidamente, como si aprobase mi pregunta, y me dijo que, con el tiempo, quizás yo encontraría la respuesta. Arriesgué: "¿Se trata, acaso, de nuestra alma?"
El Maestro, al parecer divertido por mi ocurrencia, me miró socarronamente por un tiempo que para mí se hizo larguísimo. Luego me explicó con paciencia: "El Alumno aprenda que los individuos son olas que, cuando su hora llega, se deshacen en el mar, sin dejar rastro de espumas".
Al promediar la primavera, el Maestro nos condujo a un largo paseo por las sierras. Fue con nosotros el perro que vivía en el jardín (no se le permitía el acceso a la choza), que era muy amistoso con todos los Alumnos, exceptuado Chin-chu-lin (porque los perros tienen un sexto sentido que los alerta cuando están en presencia de la maldad). El sendero, por el que Él nos guiaba sin titubeos, se volvió progresivamente más abrupto, dejándonos sin aliento. Cruzamos muchos arroyos, que se precipitaban, a veces, en caídas espumosas. Hasta que, llegados a una cumbre, se abrió a nuestros pies el mundo entero, con sus casitas muy a lo lejos, algún penacho de humo y en el fondo, bajo unas nubes blancas, se adivinaba el océano. Del otro lado un valle profundo, poblado de árboles floridos: un bosque de cerezos. Bajamos casi corriendo por el empinado sendero (que debimos subir con fatiga al regreso) y nos echamos al suelo en la sombra fresca, salpicada por los pétalos blancos que una leve brisa depositaba alrededor de nosotros. Tras beber largamente de nuestras cantimploras, Chin-chu-lin (cuya naturaleza es malvada), observó que, de haber realizado el paseo en verano, habríamos podido llenar nuestras alforjas con las guindas. "Bad timing", agregó en pidgin, demostrando así su falta de asombro por la belleza del lugar, que los otros contemplábamos sin saciarnos. El bosque estaba poblado de cotorras, de cuyos nidos, edificados en el alto de los cerezos, bajaba un parloteo incesante. A veces un raudo vuelo trazaba un relámpago verde o azulado entre las flores blancas.
Regresamos al mismo bosque dos meses después, ansiosos por recoger las cerezas, que debían estar maduras. No bien llegamos, inclusive antes de tomar agua, Chin-chu-lin (el malvado de siempre) subió con presteza hasta las primeras ramas, ya sin flores, y empezó a arrancar las frutas, que arrojaba a su alforja. El Venerable Maestro, en cuanto se percató de lo que Chin-chu-lin estaba haciendo, trepó con suma agilidad (a pesar de su edad avanzada) hasta donde estaba el Discípulo, y le arañó, con las afiladas uñas de su mano izquierda, la mejilla derecha, que sangró copiosamente, tiñendo de un rojo intenso las hojas de los cerezos y el pasto al pie del árbol.
Regresados al suelo, el Maestro hizo que Chin-chin (mi mejor amiga) contase las cerezas recogidas por Chin-chu-lin, que eran veinticuatro. Nos permitió comer una cada uno (éramos doce, entre niños y niñas) y guardar otra para la cena. Nadie más se subió a los árboles: al promediar la tarde, emprendimos el regreso.
Después de la cena, que consistió en arroz y brotes de soja con la segunda cereza de postre, al despedirme del Maestro para desearle una buena noche, me atreví a preguntarle respetuosamente porqué no había permitido que llenáramos nuestras alforjas con las cerezas maduras. Contestó, dirigiéndose a todos nosotros: "¿Acaso vino alguna cotorra a comer de vuestro arroz, de vuestra soja?".
La noche anterior a la Festividad Mayor, mal pudimos conciliar el sueño, alborotados por las promesas de aquel día: las celebraciones en el Templo, el perfume de incienso, las procesiones, los juegos en la plaza del pueblo (especialmente los malabares), la música y las cantigas, las empanadas de repollo, las carreras, los partidos de pelota...
Pero, a la medianoche, llegaron los monzones. Horas de lluvia enfurecida, hasta que el río desbordó y el puente fue derribado por la corriente, antes del alba. La choza en que vivíamos quedó aislada. Después del desayuno, sentados en el porche, mirábamos desconsolados la cortina de agua que castigaba, implacable, el estero en que se había convertido el suelo entre la choza y el río. Chin-chin (mi mejor amiga), a pesar de que estuviésemos en la Hora del Silencio, se animó a sollozar, farfullando cómo lamentábamos que se hubiese arruinado la fiesta. El Venerable Maestro, perdonándole por una vez la desobediencia, nos animó: "La congoja de vuestra condiscípula es loable, pero excesiva. No se preocupen: aunque nosotros no podamos concurrir, el Templo está igualmente de fiesta, y los partidos se están jugando en la carpa del Circo."
Al día siguiente consumimos la última leche de soja en el desayuno y así agotamos nuestras provisiones. Dos días después, la lluvia sin parar, el río arrastrándolo todo, Chin-chu-lin (cuyo corazón alberga la maldad) rompió de nuevo la Hora del Silencio. Se postró frente al Maestro y, sin atreverse a mirarle, su cara casi contra el piso, le dijo:" Meritísimo Maestro, ya no tenemos cómo alimentarnos, la despensa está vacía, la lluvia arrecia. Por favor, ¡deje que intentemos algo!"
El Maestro pisó suavemente la nuca del Alumno, apenas lo suficiente para causarle en la mejilla derecha un hematoma que tardó veinte días en sanar, y, tras reconvenirle por haber roto el Silencio ("esta costumbre -nos alertó- no se puede tolerar"), agregó :"La preocupación de Chin-chu-lin, que, a no dudarlo, comparten Ustedes todos, es legítima. Pero el Sabio no cree que la adversidad sea otra cosa que una oportunidad luminosa. Con alegría os anuncio que hace dos días hemos empezado nuestro ayuno de siete semanas."
A la octava semana, cuando finalmente volvimos al pueblo por provisiones, el puente estaba reconstruído y los modistos ya habían empezado a coser los disfraces para la Festividad Mayor del año siguiente. El cielo hacía tiempo que estaba sereno siempre, día y noche, y así se mantuvo hasta la siguiente época de vientos.
El último día de clase, antes que empacásemos nuestros trapitos, antes, inclusive, que el perro comenzase a llorar lágrimas caninas por nuestro inminente adiós (pues por su sexto sentido intuía que no volvería a vernos), el Maestro interrumpió la Hora del Silencio para resumir las enseñanzas de ese año. Nos dijo: "El Sabio, al contemplar la realidad, se libera del Antes y del Después, porque son juegos de la memoria: sólo confía en el Siempre (que es la cualidad del Universo) y en el Nunca."
El tercer día de la semana, cuando hacía buen tiempo, almorzábamos a la orilla del río, a la sombra de los sauces. A esa comida se la apodaba "el picnic semanal". Por lo general consistía en sandwiches de tipo corriente, aunque recuerdo que una vez hubo emparedados de tofu, que, según dicen, se parece al queso. Fue esa vez, creo recordar, que Chin-chu-lin (el malvado), encontró una hormiga obrera en su sandwich. La apretó entre pulgar e índice de la mano derecha (con certeza el pobre animal gritaba horrores, en su dimensión) hasta matarla; luego se llevó la carroña a la boca y se la tragó.
No tardó el Maestro en castigarlo, apretando entre los nudillos del índice y del medio izquierdos el carrillo derecho de Chin-chu-lin, y le avisó que seguiría apretando hasta que dejase de molestarnos con sus alaridos.
Restablecido el silencio, el Venerable Maestro preguntó a nuestro desventurado condiscípulo (cuya maldad era irremediable), si su comportamiento habría sido igual de haberse encontrado con un elefante en el emparedado. Chin-chu-lin le miró sorprendido, luego le respondió, casi irónico, que los elefantes son demasiado grandes para poderlos aplastar entre dos dedos. El Maestro asintió gravemente y nos dijo, elevando su huesuda derecha hacia el cielo (que era de un celeste pálido, sin nubes): "El Sabio no elige a sus adversarios por el tamaño."
La sentencia nos dejó pensativos, hasta que el Discípulo que descollaba en todas las asignaturas (de cuyo nombre no me acuerdo), tras pedir venia al Maestro con una genuflexión sumamente elaborada, disculpándose previamente por la torpeza de la pregunta inquirió, en nombre de todos, cómo elegía los adversarios el Sabio. La respuesta del Venerable Maestro fue:
"El Sabio no tiene adversarios." El río, al transcurrir, llenaba el aire de susurros.
En otra oportunidad, al terminar los sandwiches de arroz y sandía de ese picnic, el Maestro me preguntó quién era mi mejor amigo. Le contesté que mi mejor amigo o, hablando más propiamente, amiga, era Chin-chin. El Maestro me golpeó con fuerza el estómago, forzándome a vomitar la merienda recién engullida, y sentenció: "El Sabio no tiene preferencias."
Nuestro compañero más tímido se llamaba Chau-chau. Rara vez levantaba los ojos del suelo, como si estuviese buscando monedas extraviadas. Cuando comíamos, se sentaba al lado de la letrina, lugar que los demás evitábamos. No tenía amigos, y entraba en pánico si alguien le dirigía la palabra. Su único compañero era el perro vegetariano que vivía de nuestras sobras y se hospedaba en el jardín o, en caso de lluvia, en un rincón del porche.
Una tarde debimos suspender la Hora de Chi-kun (disciplina emparentada con el Tai-chi) porque Chau-chau había desaparecido. El Maestro preguntó a Chin-chu-lin (cuya maldad con el correr del tiempo se hizo proverbial) cuáles, a su entender, podrían ser las razones que habían inducido Chau-chau a desertar. Chin-chu-lin le contestó, con sumo respeto, que quizás Chau-chau no quiso seguir soportando los continuos castigos. "El Alumno contestó correctamente, pero sin vuelo -nos dijo el Venerable Maestro- ¿alguien más arriesga una respuesta?"
Levantó la mano el Discípulo que, por lejos, descollaba en las prácticas (su nombre se me ha olvidado). El Maestro le dio licencia para hablar, y el Díscipulo de cuyo nombre no puedo acordarme, dijo: "Quizás Chau-chau, Meritísimo Maestro, no entienda que las circustancias no se pueden evitar, pero está en nosotros la capacidad de amoldarnos a ellas, y así triunfar." El Maestro pareció complacido por la respuesta, y encomendó al Discípulo cuyo nombre he olvidado ir a buscar a Chau-chau (con la ayuda del perro vegetariano) e inducirlo a regresar, sin darle certeza de que no sería castigado. El perro vegetariano rastreó a Chau-chau hasta la plaza del pueblo, donde, con su último pfennig, Chau-chau estaba comprando un chupete endulzado con sacarina.
Chin-chin (mi mejor amiga de aquel tiempo) había caído enferma de algún virus que andaba por ahí. Se pasaba los días en el dormitorio de las niñas (separado del nuestro por una cortina), acostada sobre su estera de juncos. Por supuesto estaba a dieta líquida y, por todo medicamento, el Maestro, dos veces por día, le daba clase de Chi-kun.
Yo me pasaba a su lado el tiempo de que podía disponer y, para que no se aburriera, le leía una novela de Fenimore Cooper, sin darme cuenta de que, por ser niña, mucho no le importaba ni de indios ni de carapálidas y aún menos de los tiros y los galopes.
Imprevistamente, quizás por un cumple mantenido en silencio, nos sirvieron de postre, en un almuerzo, dos li-chi cada uno. Yo guardé los míos para Chin-chin, se los entregué con sigilo (por lo de la dieta líquida) y, lamentablemente, después que ella se los comió, olvidé llevarme las semillas, que nos delataron. El Maestro me preguntó, por la noche, si yo había probado los li-chi antes de aquel día. Le contesté que no, que ésta había sido la primera vez. Entonces quiso saber si me habían gustado, a lo que, como es obvio, tuve que contestar afirmativamente. El Maestro arrancó de mis manos la voluminosa novela de Cooper y la redujo en diminutos trozos en cuestión de segundos (tanta era la fuerza de sus manos). Luego me alertó que lo había hecho por mi bien, para que aprendiese a no hablar con dos lenguas, como solía hacer, según los indios de Cooper, el hombre blanco en el Lejano Oeste.
Ese verano fue muy caluroso y no terminaba nunca. El Maestro decidió que la buena estación favorecía los ejercicios atléticos y, modificando los horarios, rescató un tiempito para una clase diaria de zancos, a la una del mediodía. Esa hora se convirtió en la peor pesadilla para nosotros, a excepción del Discípulo cuyo nombre no me acuerdo, el mejor en todas las prácticas. A todo esto, la personalidad de Chau-chau (el que había sido de una timidez absoluta), después que le rescató el perro vegetariano se había transformado en la de un líder. En el fuego de la canícula procurábamos subirnos a los zancos, y, las pocas veces que lo lográbamos, intentábamos recorrer, a los tumbos, la llanura polvorienta, al tiempo que nos llegaba el susurro del río que fluía sereno e inalcanzable detrás de la línea de sauces, a cien metros de nuestros torpes intentos.
El Venerable Maestro, a la semana de nuestros sufrimientos, antes de empezar la práctica nos preguntó si habríamos preferido otro tipo de ejercicio, por ejemplo la natación. Temerosos de probables castigos, delegamos la respuesta en Chau-chau quien, asumiendo nuestra representación con beneplácito, respetuosamente informó al Maestro de que el ejercicio del crol (o de cualquier otro estilo de natación), aunque recomendable de por sí, a todos nos habría caído como figurita repetida.
Cuando mis padres me anunciaron que, para mi bien, habían resuelto enviarme por un año a estudiar con el Maestro Chino, y que durante esos doce meses no tendríamos contacto, ni siquiera telefónico, y que, debido al costo del viaje y de mi tuición, ninguno de ellos podría acompañarme hasta allá, aunque quedé impasible me hice encima, de pie como un soldado, mientras desesperadamente trataba de comprender a qué se referían con la palabra "tuición".
En el aeropuerto fui confiado a una azafata, con mil recomendaciones por demás inútiles. Lo último que vi de mi tierra, desde el cielo, fue un bosquecillo de jacarandá, a orillas del río, inasible. Imaginé el zumbido de las avispas en la sombra violácea.
Después de la última cena occidental, que me sirvió la azafata de ojos oblicuos, me tapé los ojos con las palmas, para que no se viese que estaba llorando, y exploré con alivio la soledad poblada de sueños de esa nada obscura que tengo adentro. La azafata me despertó con una sonrisa algo cansada y un café con leche.
Por las ventanillas se divisaba la llanura cubierta de nieve, que ese año había caído muy pronto, según me aclaró la azafata mientras me alcanzaba mi suéter y mis guantes.
En el aeropuerto me esperaban un dogo (que, como supe después, era vegetariano estricto) y el Maestro, un anciano de edad más que venerable. A pesar del frío, la indumentaria del Maestro sólo consistía de una camisa a cuadros, de mangas cortas, que acompañaba con unas bermudas floreadas; calzaba ojotas; cubría su cabeza un gorro U.S.NAVY del cual salía una trenza, flacucha y larga, de cabellos cándidos.
Buenos Aires, Noviembre de 2008