1- Un problemita en "espanglish"
Sobre mi llegada al País (ocurrida hace sesenta años) se inventaron anécdotas de lo más disparatadas, que siguen vigentes. Por ejemplo, se cuenta que un tiburón devoró a un lavaplatos que, en la hora muerta, se había introducido subrepticiamente en la piscina del barco, contraviniendo los reglamentos: nunca nadie explicó cómo ese tiburón pudo haber llegado hasta allí. Los escépticos no creen lo del lavaplatos. Para ellos un gracioso, para simular la sangre, echó vino tinto al agua, que el Capitán hizo sustituir en un santiamén.
El pasaje estaba formado, en su mayoría, por inmigrantes Catalanes y turistas Argentinos, de regreso de Europa. Yo me hice amigo del Príncipe de Imeretia, con quien me entendía en ingles básico. Así supe que ese pequeño Estado, otrora famoso por sus termas, había sido anexado por la URSS, por lo que el heredero del trono se había visto forzado a huir: tentaría la suerte en Chile. Nos ayudábamos uno a otro, como podíamos, a descifrar lo que decían los Catalanes, que nos enseñaron algunos proverbios ("el hambre es el mejor cocinero") y a pronunciar la letra jota.
Una tarde, después del té con masitas, el Príncipe desafió a la audiencia con un problema de ingenio. Un explorador (estamos en el desierto del Sahara) a la tardecita se topa con tres beduinos, que le convidan a pasar la noche en su campamento. La cena consiste en una tortilla de doce huevos. Omar aporta tres huevos, Jalib cuatro y el Moro cinco. Comparten la tortilla con el explorador, una cuarta parte cada uno. A la mañana siguiente el explorador agradece por la hospitalidad y entrega al más anciano doce dinares (que eran monedas) para que los reparta sabiamente en compensación de la cena, puesto que los beduinos no admiten pago por el hospedaje. El explorador se aleja por los médanos y desaparece entre espejismos. El beduino senior reparte las monedas. Ni yo ni los Catalanes, hasta la fecha, sabemos cómo lo hizo.
2- Un problema en la agencia del espacio (NASA)
Mi difunto amigo U.B., matemático, diseñador del instrumento que trazó el mapa lunar derivado de las fotos de las expediciones Apolo, formuló, hace 60 años (1948), una variante del problema de los cinco sombreros, que los lectores seguramente conocen en su versión clásica.
Tres pretendientes a la mano de la hija del Sultán, hombres sabios y devotos, son sometidos a una prueba: en una pieza absolutamente obscura se le pone a cada uno un sombrero, que, como ellos saben, ha sido elegido al azar de un conjunto de cinco (tres blancos, dos negros).
Se prenden las luces, pero cada uno sólo ve los sombreros que visten los otros dos, porque los sombreros no tienen alas y no hay espejos.
Se le pregunta a cada uno de qué color es el sombrero que le tocó en suerte: si en la respuesta acierta, se casará con la hija del Sultán (que es un bagayo, pero nadie lo sabe, porque anda siempre con velo). Si se equivoca, se le cortará la cabeza: eso sí, de forma indolora (?).
Si elige no contestar, se volverá tranquilamente a su casa, y encima le regalan un camello. El primero no contesta y se lleva el camello, el segundo no contesta y se lleva el segundo camello.
El último, según la variante de U.B., es ciego. A pesar de no ver qué sombreros visten los otros dos, acierta y gana el premio mayor: su sombrero es blanco.