Gardel olvidó su nombre y su apellido verdaderos desde hace mucho, quizás desde que empezó a vivir en la calle. De su vida anterior ni le quedan rastros de memoria, pero de la calle recuerda bastante: las angustias de cuando llovía o de cuando estaba enfermo, pero también la libertad de los parques, por la mañana, a poco de salir el sol, y el dilatado horizonte del río, en las tardes de velas y gaviotas: y los perros, que se vuelven amigos en cuanto les das algo de comer.
Claro que el Hospicio tiene sus ventajas: cuatro comidas diarias, los piyamas, te bañan dos veces por semana, no te orinás encima (porque te ponen la sonda: cuatro veces por mes, te la cambian), y, si la temperatura lo permite, está el jardín, con sus cipreses y las paredes de jazmines. Lástima las escaras, pero el médico se las limpió hasta el hueso (¡cómo dolió!) y le cubrió las llagas con unas bolitas cicatrizantes que vienen de Suecia. Fue pura suerte: quedaba un frasco en el botiquín y Susana se lo recordó al médico. Sí, Susana, una bendición. Sesenta y pocos años, una mano suave, como alisada por el tiempo, cuando le cambia la sonda a uno y se demora, un poco más, un poco más, como masajeando. Y todas las tardes, con la ayuda de otra cuidadora, le traslada a la silla de ruedas, así él queda levantado hasta la noche. Si le dejan en el salón, porque llueve o hace demasiado frío para el jardín, a veces (muy pocas) hasta consigue escuchar un tango, según el programa de TV que se esté transmitiendo. Si no hay música, canta él mismo, por dentro, repitiéndose las letras de Sur o Por una cabeza, u otros tangos, se sabe de memoria unas docenas. El problema es cuando la TV transmite rock.
Pero lo más importante de esta clase de vida son los recuerdos: las horas y horas de inactividad que te permiten buscar lo que fue y repasarlo, sin distracciones. Por la mañana él, su único ojo abierto, mira durante horas una mancha circular en el cielorraso, justo encima de su cama: un redondel desteñido con un punto más oscuro en el centro, su perfil recuerda un seno de mujer. Casi llega a adormecerse, queda como hipnotizado, de tanto mirar, y allí se vuelve fácil recorrer el pasado.
Como lo de la maestra de canto: un viernes, por la tarde, él estaba caminando al borde del parque, cuando oyó los acordes de un piano. Provenían de una casa con un jardincito, la ventana entornada se entreveía entre el follaje y las flores, un gato dormitando en un canasto detrás de la cancela, como haciendo guardia, la voz de la alumna, una voz purísima, “diez años que zarpé, y nunca regresé”, un tango de Cadícamo, “canta y canta cuore mío”. Esperó hasta que terminase la clase, salió la alumna, la maestra la saludó en la puerta. Él la siguió hasta la parada, el colectivo se la llevó.
Si él hubiese tenido una hija (quizás la tenía, sólo no la recordaba) podría ser de esa misma edad, unos veinte años, u otra, no hacía diferencia. Volvió a esa casa muchos viernes, siempre la alumna iba a la misma hora; a veces la maestra, al reparar en él, le ofrecía comida. Pero él no iba por la comida, iba para ver a la alumna, para oír cómo cantaba y cómo la maestra le corregía el ritmo, repitiendo a dos voces “canta canta cuore mío”, y los otros tangos: La Cantina y uno de Ema Suárez. A veces también él los solfeaba, por lo bajo... A propósito, quién sabe qué había sido de aquel guitarrista (no podía acordarse del nombre, chistes de la memoria). Los domingos por la tarde se encontraba con él en la plaza del barrio, un escenario natural al que concurrían muchos artistas (payasos, estatuas vivientes, acróbatas, hasta videntes) y mucho público. Gardel y el guitarrista ejecutaban una media docena de tangos, y así juntaban unas monedas. Hasta que unos muchachotes, un mal día, les afanaron guita y guitarra, y se acabó el rebusque. Total, ya su voz no era la de antes.
¿Y qué hay del tiempo olvidado? Quizás un viaje al Amazonas, lugar de esteros infinitos poblados de árboles que esconden el cielo y abrigan una población de reptiles y crueles insectos. Desorientado, sin brújula, hambriento sin darse cuenta, cuando ya se sabía perdido entrevió unas chozas, en un claro: los niños desnudos jugando y arriba, por fin, un gran trecho de cielo, con una nubecilla blanca de adorno. Esa gente hablaba un idioma incomprensible, pero le dieron agua limpia, para beber, y algo para comer, hasta le regalaron una flecha, de esas que ellos arrojan con cerbatana. Él les dejó su reloj (dejaría de funcionar en cuanto se agotase la pila, pero daba igual, ellos no conocen los números, se manejan por las sombras y por la intensidad de la luz). Le acompañaron de vuelta hasta el camino, por senderos imposibles de recordar, y allí esperó hasta que pudo abordar un camión que iba a la ciudad, donde él se hospedaba en un hotel de no sabía cuántas estrellas.
Sí, la flecha, que apareció de milagro en su mochila de linyera, quizás él mismo la llevó consigo al mudarse, hasta que el otro día, ¿o fue hace mucho?, por un descuido se rasguñó la mano con el borde, una herida de nada, pero alcanzó para que el veneno, apenas un aroma, penetrase bajo la piel. Cuando despertó estaba en una cama de hospital, sólo podía abrir el ojo derecho, el izquierdo ciego, el cuerpo paralizado, no podía hablar, pero lo entendía todo. A la semana lo llevaron al Hospicio, el Hospital había sido su purgatorio, ahora era el cielo, con Susana que le besaba en la frente todas la mañanas y le daba de comer con cuchara, a horario. Él entendía todo lo que pasaba, quizás ellos no se daban cuenta, creían que él fuera como una planta, que no sabe que existe.
La semana antes de que Susana se jubilase, o sea de que se fuese para siempre, María de los Ángeles, que iba a substituirla, vino a familiarizarse con la tarea y con los huéspedes. Para Gardel fueron días de angustia. Cuando hubo que cambiarle la sonda, justamente en el día del adiós, Susana le hizo a Ángeles muchas recomendaciones: que a pesar de su estado, paralizado y todo, este abuelo, el número 17, porque ni su nombre se sabía, parecía tener reflejos, cuando ella le acariciaba, o le besaba en la frente. Qué pena, un hombre tan apuesto, reducido así. Le contó lo de las escaras: había que levantarle todos los días, claro que eso era apenas sentarlo en la silla de ruedas, para que no volviesen a formarse las llagas. Que intentase ella, ahora, a cambiarle la sonda, a ver si ocurría algo con el cambio de manos. Mientras Ángeles reemplazaba la sonda, Gardel estuvo mirando la mancha del cielorraso. Sus manos eran más ásperas, manos de campesina: demoró más tiempo, le dolió bastante, tal vez por falta de experiencia. Cuando Ángeles hubo terminado, Susana le besó en los labios. Nunca, antes, lo había hecho. Fue ése el adiós, una caricia apenas, tal vez sólo en un sueño. Sus ojos, inmensos, mirados de tan cerca, parecían mares salpicados de estrellas.