Me despertó la voz de un locutor de radio, que hablaba en portugués. Me encontraba en una habitación de hotel. Me sorprendí: recordaba haberme dormido en mi cama, hacia la medianoche. El acento del locutor era brasileño. Fui a la ventana, levanté la cortina. El océano hasta el horizonte; más cerca, la dilatada playa de Copacabana, todavía desierta, por la hora; debajo de la ventana –quizá yo estaba en un séptimo piso–, la Avenida Atlántica. Con asombro debí admitir que estaba en Rio de Janeiro.
Entré al baño. Me vi en el espejo, algo más viejo. El hotel debía ser de 5 estrellas, a juzgar por el jacuzzi y las lociones. Me duché etcétera y fui a vestirme. La ropa, prolijamente doblada, no era mía, quiero decir que no la recordaba. Me la puse, un traje formal gris obscuro, medias y zapatos negros, todo a mi medida. Iba a salir del cuarto, cuando golpearon a la puerta. Entró un hombre bastante más joven que yo, me besó, diría que con pasión, en la boca. Luego dijo, sonriéndome:
–¡Ya no daba más!
La situación era, cuanto menos, embarazosa. Con la esperanza de que su respuesta aclarase algún aspecto del busilis, le pregunté:
–¿Cuál es el programa?
Escogí adrede que la pregunta fuese ambigua, pues no me parecía conveniente dar a conocer, por el momento al menos, mi desconcierto.
–Bueno –contestó–, tu conferencia va a ser hoy, en este mismo hotel, finalmente pude aclararlo –y me entregó un folleto que lo explicaba todo.
–¿Te parece que desayunemos juntos? –le pregunté.
–Ya lo creo –repuso.
Cerramos la habitación y bajamos al primer piso, donde había un gran salón con mesas y un inmenso mostrador cargado de frutas, quesos, tostadas, café, etc. Por las ventanas, el mar. Me serví papaya (que ellos llaman mamón y escriben mamão) y té.
–Voy a buscar el diario –dijo mi compañero.
Aproveché su ausencia para leer el folleto. Al parecer yo, si realmente era yo el orador, me llamaba Anton Webern, era profesor de una prestigiosa universidad sudamericana, había sido invitado por un Ateneo Cultural de Rio a pronunciar una conferencia sobre la esencia de la libertad, que iniciaría un ciclo sobre ese argumento. Anton Webern, como un músico austríaco del siglo XX, que fue muy famoso. En eso volvió mi compañero, con un diario de diez años más tarde de lo que yo creía haber sido el día anterior. Amnesia, quizás, pero me parecía una explicación poco plausible.
Poco sé de filosofía, sólo algún recuerdo del secundario: estudié de contador, y mi especialidad son los costos. No me parecía probable que yo hubiese cambiado de profesión en una edad ya madura y en apenas diez años me hubiese vuelto célebre.
He decidido relatar estos sucesos en castellano, para simplificar la lectura, aunque casi todas las conversaciones fueron en portugués, así como se lo habla en Brasil, me refiero a esa forma gentil del idioma que en Portugal tildan de infantil, pero es muy musical.
Me deshice de mi compañero con un pretexto, hasta la hora del almuerzo; él pareció contrariado, pero se la aguantó, y salí a caminar. Quería tener una pausa, reflexionar sobre la situación incongruente y decidir mis próximos pasos. Preferí caminar por la Avenida Copacabana, por la sombra y las cafeterías, que me permitirían descansar un rato cuando decidiese suspender la caminata. Llamar por teléfono a mi casa, hablar con mi mujer. Quizás, ¿pero qué habría ocurrido durante esos diez años? Mucha agua, para resolverla en un llamado. ¿Sincerarme con mi fastidioso amante? Supuse que se tratase de un estudiante, que había viajado conmigo, alumno predilecto, como ayuda y como novio. La sola idea me repugnaba. ¿Y si todo fuese distinto? ¿Si, por un juego de vayas a saber qué coordenadas, de la noche a la mañana se habían confundido épocas y otros tantos? No dejaba de ser una hipótesis interesante, avalada por el hecho de que ahora me llamaba Anton: ¿para qué, en mi nueva vida, si seguía siendo yo, me habría cambiado el nombre? Y, a propósito, ¿me sería posible armar la conferencia? Tenía buen conocimiento de los claustros académicos, si bien limitada a mi especialidad. Labia no me faltaba. Quizás podría intentarlo. Dar, así, una larga de un día a estas absurdas circunstancias, tratando de mantener a raya al novio, con la esperanza que un nuevo milagro me devolviese a la vida de siempre: “mañana”, al despertar en mi pieza, al lado de mi mujer.
Había que excluir que fuese víctima de un sueño, las circunstancias no eran de pesadilla, excepto la sinrazón de mi situación, pero la vida, a mi alrededor, era totalmente normal, negro azabache un buen porcentaje de los peatones, los ómnibus y los taxis Volkswagen, los de siempre, en esos parajes que yo bien conocía, pues había vivido allí algún tiempo, por trabajo. Por la tardecita las plazoletas se poblarían de escolas de batucada, con una que otra mulata meneándose al ritmo de los tambores. Otra era ir a la filial de la Empresa en que trabajo (¿o trabajaba?) y sondear. Pero decidí en favor de preparar la conferencia, pues, si me distraía con otros quehaceres, no llegaría a tenerla a tiempo. Comencé comprando en una ferretería de la Avenida unos parafusos (tornillos) de latón, que me vendrían bien.
Estaba en una salita del hotel, en compañía del Presidente del Ateneo, un católico a la antigua que consideraba a Juan XXIII como al Papa más nefasto de todos los tiempos, y a otros dignatarios, cuando entró mi ayudante para avisarnos que ya había llegado suficiente público y sería bueno empezar, sin más demoras. Nos trasladamos al salón, donde los asistentes, principalmente mujeres de edad y graves varones, llenaban los asientos. También, más temibles, había numerosos estudiantes. La luz entraba aún violenta por los ventanales alargados que daban al océano, protegidos de la resolana por un pórtico que cubría el amplio balcón paralelo al salón. Mi pupitre se encontraba situado en uno de los extremos, el mar yo lo tenía a la derecha y a la izquierda había un pizarrón verde y tizas, blancas y de colores. El Presidente me presentó a los asistentes como un profesor insigne procedente de una prestigiosa universidad extranjera, y agregó que me habían invitado a inaugurar esas Jornadas con mi conferencia, seguros de que mis palabras habrían constituido un comienzo memorable para las discusiones a seguir en el resto de la semana. Era un martes.
Me olvidé decir de la presencia de unos fotógrafos que disparaban flashes todo el tiempo, así que al tomar la palabra, los invité a que, por el momento, se limitasen a filmar y dejasen las fotos para el final: por suerte me hicieron caso. Tras agradecer las palabras del Presidente, la invitación etc. entré al tema:
–El análisis de costo es una ciencia contable, muy compleja, por la cual se calcula el costo de cada producto, recurriendo a convenciones de las que voy a dar un ejemplo. Supongamos que la materia prima que se necesita para fabricar un determinado tornillo sea la barra cilíndrica de latón de diámetro ocho milímetros. Al calcular el costo del tornillo, debo, entre otros muchos factores, definir el costo por quilo de esa barra. Puedo tomar el costo de la barra de ocho que está en mi stock desde más tiempo, o el de la última partida ingresada, o el promedio entre lo que me queda del primer ingreso y las entradas sucesivas. Cada uno de los criterios tiene virtudes y defectos, se trata de elegir el que más sea adecuado en el caso específico. De toda forma lo esencial es que quién trabaje con el resultado sepa cuál fue la convención…
Había algún desconcierto en el público, compuesto por personas más acostumbradas a consumir bienes concretos que a producirlos; me refiero, como ejemplos, a la Coca Cola, que se traga al momento, o a las viviendas con sus muebles, que se disfrutan (o maldicen) por años.
Saqué del bolsillo un puñado de tornillos y, circulando entre las butacas, los fui distribuyendo a los asistentes, que los tomaban ávidos y perplejos, para luego examinarlos de cerca, detenidamente. Continué:
–Para estos tornillos, sumando sus componentes, es decir la barra, los tiempos (del obrero, de la máquina que los tornea, del proyectista, del capataz, de los servicios generales etc.), el descarte de las piezas que rechaza el control de calidad, el embalaje, el transporte, los impuestos, los cargos financieros etc., se define un costo convencional que, por lo general, difiere del costo que se había presupuestado. Si la diferencia es desfavorable y abultada, tenemos un problema, que trataremos de superar negociando un mejor precio para la materia prima, esmerándonos para eliminar los descartes, abaratando el embalaje etcétera...
Aclaré que todas estas medidas era recomendable tomarlas aunque el resultado hubiese sido favorable. El desconcierto del público iba en aumento: daban vuelta a sus tornillos, mirándolos fijamente, como si de allí pudiese surgir una respuesta tranquilizadora. Seguí:
–Sea como sea, lo que nos importa realmente es que tenemos los tornillos, podemos cumplir con el contrato de venta, si perdemos plata ¿qué le hace una mancha al tigre? Pero, ¿por qué existen, estos tornillos…?
Di vuelta a todo el salón con la mirada y repetí la pregunta. ”¿Por qué existen?” Mi respuesta: “Porque forman parte de la Creación.”
Al producirse esta imprevista vuelta de tuerca, la atención del público se intensificó: por fin un lenguaje comprensible, aunque el concepto, de momento, se les escapaba.
–Suponer que el tornillo existe como consecuencia del proceso indagado por los contables equivale a reducir el papel de Dios al del colonizador de un planeta preexistente, porque, si Él lo creó todo, Sol, estrella, planetas etc., partiendo de la Nada, ¿creen ustedes que nos necesitaba a nosotros, para producir estos tornillos? Si creemos en la Creación, tres son las consecuencias.
Allí fui a la pizarra, escribí en ella las tres primeras letras del alfabeto griego y seguí explicando:
–ALFA que las cosas forman parte de la Creación, BETA que el tiempo y el espacio sólo son las lenguas con que Dios nos habla, GAMA que fuera de la Creación nada existe, y por lo tanto, la Creación tiene límites (la Nada). En el ejemplo dado, el análisis de costos es sólo una de las numerosas ciencias que describen el devenir, proceso que presupone la existencia del tiempo, y lo estudian, de últimas para permitir su refutación o, por lo contrario, validarlo. Supongamos ahora, Dios nos libre, que, discípulos del Demonio, neguemos la Creación. Si esa fuera nuestra convicción, el tiempo y el espacio serían reales (y eternos), nuestras mediciones válidas, nuestras decisiones eficaces. ¿Para qué necesitaríamos a Dios? Quizás como abstracción de lo humano, meta inalcanzable de ética y potencia. O sea, una actitud de soberbia, disfrazada de obsecuencia a una ley superior. Éste es el dilema que discutiremos esta tarde, nuestro propio análisis de costo, del costo de dos bienes permanentes, el costo de Dios, el costo de la Libertad.