Últimamente los días vienen complicados. Como, por ejemplo, el Día de los Muertos, que este año cayó en lunes. El domingo habíamos estado en la fiesta de una sobrina que acababa de cumplir años: una reunión de cincuenta o más personas, todos de máscara. Habíamos llevado con nosotros a Frúgolo, el hijito de nuestro vecino, que, según él sostenía, se había disfrazado de Michael Jackson y hacia el final de la fiesta se produjo muy aplaudido en un baile. Su papá debió quedarse en casa para esperar a su mujer, que, alrededor de la medianoche, iba a llegar de vuelta tras un viaje de pocos días.
Los días de semana me levanto a las siete, para tener una hora para bañarme y desayunar antes de salir para el trabajo. Pero ese lunes, a las seis, nos despertó el timbre. Era Frúgolo, con una carta del padre, que se había ido, como a las cuatro de la madrugada, porque el ómnibus en que viajaba su esposa había volcado, cerca de la localidad de Fuente Caliente. Los heridos estaban siendo asistidos de forma quizás precaria en el puesto sanitario del pueblo, y había muertos. Él salía disparando y se permitía confiarnos a su hijito, que nos tocaría timbre a una hora decente. Nos llamaría más tarde para mantenernos informados y resolver qué se hacía con Frúgolo. Para simplificar, que no fuese al colegio por ese día.
Nos aseamos, vestimos, desayunamos (él quiso leche con chocolate y galletas dulces, también le dimos naranjas exprimidas) y, minutos antes de las ocho, llegó el llamado. Nuestro vecino se encontraba en Fuente Caliente, adonde habían llevado a su esposa, inconsciente, él había olvidado su celular en casa, por el apuro, y el teléfono público tenía una larga cola, nos agradecía por la ayuda, se disculpaba por el abuso, no sabía cuándo podría volver a llamarnos. Le dijimos que contase con nosotros, que llamase cuándo pudiese, que el chico estaría bien atendido.
Me despedí de mi esposa y del pequeño huésped y bajé al garaje: el coche no arrancó, como era de esperar, ya que la mano venía así. Yo tenía una cita importante en la oficina a las nueve menos cuarto, salí a la calle y abordé el primer taxi. Entre el traqueteo del coche, la música de la radio, el cansancio de la fiesta, la noche muy breve, a los pocos minutos me dormí.
Me despertó el chofer. Estábamos en plena ruta.
–Señor –dijo–, señor, antes de entrar al pueblo, dígame la dirección exacta, no vaya a ser que tome por el camino de acceso equivocado.
Por la ventanilla vi los restos del ómnibus, unos fierros retorcidos asomando de la zanja.
–Pero, ¿dónde estamos? –pregunté.
–En Fuente Caliente, cómo usted me indicó– repuso el chófer–. Dos horas de viaje, y usted las durmió enteras, ¡se nota que estaba rendido!
Me callé. Evidentemente, medio zombi como estaba, me había hecho un matete al indicar el destino al chofer. Mi cita de las nueve menos cuarto ya era historia; mi esposa, seguramente avisada de mi desaparición por la gente de la oficina, estaría llamando frenéticamente a los hospitales; mi celular por alguna razón no funcionaba. Los policías y los bomberos que se ocupaban del ómnibus desastrado a gatas me informaron que en el pueblo había teléfono público, que los aparatos de ellos eran para el servicio, no podían distraerlos, demasiada gente ya les había pedido el favor.
El puesto sanitario resultó ser un discreto pronto socorro, con mesa de entrada, sala de espera y hasta un precario quirófano. Encontré a mi vecino: la esposa estaba inconsciente, en una camilla entre tantas, ambas piernas con fracturas. Él estaba esperando la ambulancia del seguro social para llevarla a un hospital mejor equipado. Agradeció mi presencia, dijo que no debía haberme molestado.
Antes de emprender el regreso, logré, tras larga cola, llamar por teléfono a mi esposa. Se puso furiosa, traté de justificarme, su indignación aumentó, le pedí avisar a mi secretaria que yo me había demorado por un percance, que no iría hasta mañana, que cancelase mis citas, que me disculpase con todos, que ya les explicaría.
Me despedí del vecino, deseándole suerte, y emprendí la vuelta. El taxímetro ya marcaba una pequeña fortuna, el chófer se estaba haciendo su agosto. A pocos kilómetros de la Capital paramos por nafta y aprovechamos para comer un sándwich y tomar algo.
Llamé de nuevo a mi esposa, a ver si se había tranquilizado, pero nadie contestó. Raro, porque, aunque mi esposa hubiese salido con Frúgolo, ya debía haber llegado la mucama, era su horario.
Frente al edificio en que vivíamos, había un montón de escombros, pululaban agentes y bomberos, una multitud se agolpaba detrás de las cintas policiales. Según pude colegir, se había caído el balcón arriba del nuestro (vivíamos en el tercer piso) y había arrastrado los balcones inferiores. Siempre habíamos criticado al propietario del cuarto piso, por su balcón recargado con macetones muy pesados, de barro cocido, y plantas de fuste. Finalmente la estructura había cedido, con estas consecuencias. La puerta ventana de nuestro piso se veía cerrada, pero con los vidrios quebrados. Estaba prohibido entrar al edificio, que había sido desalojado por los bomberos. Le pedí al chófer de esperarme hasta nuevo aviso, y le entregué una tarjeta de crédito, de seña por lo que le debía. Logré ubicar a mi esposa, que me abrazó, gritando, en lágrimas. Frúgolo no aparecía, quizás cuando ocurrió el siniestro estaría jugando con la tortuga, en el balcón. Comenté sus temores con un policía graduado. Estaban por llegar los perros, para completar las búsquedas, y las grúas, para remover los escombros. De la primera revisación habían aparecido un loro muerto y un gato, mal herido. Le pedí permiso para entrar al departamento, retirar unos papeles, cerrarlo bien, etc. Titubeó. Mencioné, como de paso, mi amistad con el Comisario de la 33, y eso le convenció. Subí a pie, acompañado por un bombero, “que me apurase, que le precisaban abajo, urgente”.
Frúgolo estaba sentado en el sofá, jugando con su compu de bolsillo. Al oír el estruendo, se había refugiado en el baño de servicio. Cuando salió de su escondrijo ya no había nadie en casa. Pensó que mi esposa había caído, con el balcón y la tortuga. No pudo salir del departamento, porque la puerta estaba cerrada con llave. Llené una maleta con los valores, algo de ropa, las llaves del cofre, entre otras cosas, y bajé, de la mano de Frúgolo.
Esa noche, y los días que siguieron, por largo tiempo, nos hospedamos en el Majestic, un confortable hotel tres estrellas de estilo pasado de moda, que queda muy cerca de nuestro domicilio.
Por casi dos semanas lo tuvimos a Frúgolo de huésped. Dormía en nuestra misma pieza, que era muy amplia, en una camita de su tamaño que añadieron a propósito. A los dos días, en cuanto nos organizamos, volvió a ir al colegio. Como alumno era bueno, sin descollar. Mi mujer le revisaba la tarea, salía con él de compras y a comer helado, el sábado le llevamos al cine, el domingo miré con él el partido de futbol, por TV. En fin, como no tuvimos hijos, esto era algo nuevo, un regalo inesperado. El segundo viernes volvió su padre, le dio trabajo dar con nuestro paradero, por más que yo hubiese dejado las señas por todas partes. Su mujer seguía en coma, la habían trasladado a un nosocomio de la Capital. Él había perdido hace poco su empleo (quizás modesto), pero le habían pagado la indemnización, ya vería cómo arreglárselas, con los parientes, que vivían en otro barrio, o un hotel, ya que la Comuna no había vuelto a habilitar el edificio hasta el momento. Nos agradeció por lo mucho que habíamos hecho, se mantendría en contacto. Su aliento tenía un dejo de alcohol, claro que le había pasado de todo, la mujer la casa el empleo, era comprensible que hubiese tomado una copa de más. Mi mujer casi lloró, al irse Frúgolo, viéndole caminar hacia su futuro incierto, de la mano del padre, cargando la mochila recién recuperada...
Nada más supimos de ellos hasta la época de Navidad. Un domingo por la tarde salimos de compras a un centro comercial próximo a la Plaza de Armas, y luego, cargados de bolsas, fuimos a tomar café. Veníamos conversando de los vaivenes con el trámite de habilitación del edificio, que se veía demorado por el desacuerdo entre los peritos de la Comuna respecto a la seguridad de la estructura, después del asunto de los balcones. Nos sentamos al aire libre, una mesita en la ancha vereda de la plaza, un océano de gente y, muy cerca de donde estábamos, un coro uniformado del Ejército de Salvación cantaba villancicos, acompañado por una banda de afinación dudosa. Algunos de los transeúntes les daban monedas, que el encargado recibía con señas de agradecimiento y loas al Señor. Fue a la tercera pieza que creí reconocer en el coro a Frúgolo. Mi mujer, que tiene mejor vista que yo, me confirmó que de él se trataba. Frúgolo tenía la mirada obstinadamente fija en un horizonte lejano mientras movía los labios como si cantase a la par de sus compañeros, todos de mayor edad que él. Quién sabe cuántas horas hacía que estaba allí en la plaza. Imaginé su vida en el albergue público, la sopa desabrida de la cena, los rezos obligatorios antes de dormirse, su padre que volvía borracho justo a tiempo para ingresar al filo del toque de queda, su madre, sola en las tinieblas, los ahorros mal gastados, la vivienda inaccesible, los parientes, si es que existían, que les habían dado la espalda, por la razón que fuese. En eso Frúgolo, uniforme y todo, absorto siempre en su lejanía, abandonó resueltamente su lugar en el coro y se puso a bailar hasta mejor que Jackson en la vereda, al compás de una música inaudible.