Jaime estaba mirando el pueblo desde la punta del muelle más largo. Se veían la curva de la playa, el paredón que la separaba de la costanera (ésta corría diez metros más arriba), la línea de palmeras y, detrás, la arcada de la vereda cubierta, que protegía del Sol las vidrieras de los comercios y a los transeúntes. En el fondo, los cerros. Entre hoteles y hosterías debía haber como cuarenta, que en verano se llenaban, pero por el momento casi no había turistas. El aire aún sabía a primavera. No era un mediodía común, porque estaba empezando un eclipse solar. Jaime era el único que había elegido ese punto de observación. Un buen grupo estaba en la costanera, algunos habían subido a la sierra, a pie, porque el teleférico funcionaba sólo en verano, y unos cuantos, para caminar poco, habían elegido el muelle corto. Debían sumarse los que observaban el fenómeno desde las escasas embarcaciones amarradas en el puerto delimitado por los dos muelles, los yates con sus velas amainadas.
Otro Jaime, que los amigos, irónicamente, llamaban “Negro” (por ser rubio de ojos claros), estaba en la cubierta de su motovelero. De tanto en tanto miraba el Sol, que la Luna empezaba a cubrir. Protegía sus ojos con un trozo de vidrio ahumado. Había venido con su barco desde el otro lado del Mar Dulce, una travesía de tres horas: solito, vale decir apenas con su perro siberiano. Había cenado aceptablemente en una parrilla del pueblo, elegida al azar, y liquidado una petaca de Old Parr antes de dormirse a bordo, acunado por el whisky y el suave oleaje. Lejos estaba de presentir lo que se traía el eclipse. La Luna ya tapaba una mitad abundante del disco luminoso del Sol; el azul celeste del cielo de a poco se volvía opaco, casi gris. De pronto todos los pájaros posados en los mástiles levantaron vuelo, en desorden, como espantados, para buscar refugio en los árboles de la costa. Del Sol quedaba una franja en forma de medialuna. El siberiano aullaba, asustado. “Quieto, no pasa nada”, le dijo el Negro, pero el perro se tiró al agua y, nadando, intentó llegar a la orilla. Alrededor de la Luna, un disco color café, apareció una corona llameante; el cielo, casi nocturno, se pobló de estrellas; se oyeron voces, que, escuchadas a la distancia, semejaban un canto tibetano. El Negro bajó al chinchorro para recuperar el perro, que parecía haber perdido el rumbo. Una neblina de poca altura iba tapando los botes; venía serpenteando sobre el agua y se adueñaba de todo el espejo del puerto.
Jaime, desde el muelle, la había visto formarse en alta mar, acercarse como amenazando. Ya palidecían las estrellas, cuando se dio cuenta de que la Luna estaba retrocediendo, o sea el Sol había invertido su marcha aparente, como dirigiéndose allá donde había nacido. Jaime recordó que, según se cuenta en la Biblia, Oseas (que eligió llamarse Josué) detuvo el Sol, para prolongar la batalla en plena luz. Siempre le había parecido improbable que eso hubiese ocurrido tal cual el relato: quizás una figura retórica para simbolizar que la concentración de los guerreros en su patriótica tarea de dar muerte había multiplicado el tiempo. O que el tiempo se había arrestado para los enemigos muertos, en un día inacabable para los que seguían peleando. Pero esto de ahora no tenía explicación, a no ser que fuese un espejismo causado por el contraste de temperatura entre las distintas capas de la atmósfera.
Poroto, así apodado por ser tan pequeño, había nacido en el pueblo, unos diez años antes del día del eclipse. Su nombre, según la cédula de identidad, era Jaime. Su padre, viudo, siempre borracho, de día sabía dormir abrazado a la botella de grapa moscatel, vacía. De que tenía un hijo, ni se acordaba. Para la botella y alguna comida y el alquiler de la pieza, alcanzaba con su pensión de invalidez. Por su parte, Jaime se las arreglaba repartiendo diarios: hasta, a veces, se daba el lujo de un sándwich y de una coca. En el verano cuidaba los coches y en la época de escuela (iba al turno de la tarde) merendaba con el vaso de leche rebajada con mate y las galletas del colegio. De paso aprovechaba para aprender las letras, que para los números y las cuentas se alcanzaba solo. Todo esto, hasta el día del eclipse. Ese día había ganado un amigo: un perro siberiano, que salió del agua, es decir de la neblina que se instaló ese mismo día, y la playa se fue cubriendo de peces muertos y medusas, traídos por el oleaje, hasta que los cangrejos, miles y miles de ellos (chiquititos, rojo sangre), la limpiaron. Nadie volvió a poner pie en la arena, por temor.
El Negro, cegado por la neblina, pronto desistió de buscar el perro. Remaba acompasadamente, confiado en que, si procedía en línea recta, el chinchorro habría llegado a uno de los dos muelles, o a la playa, o se habría dado contra una de las escasas embarcaciones amarradas en el puerto. Nada de eso sucedió, entonces retiró los remos del agua y, rendido por el cansancio, se acurrucó en el chinchorro; de a poco el frío iba penetrando en su cuerpo, la oscuridad era completa. Quizás así sea la muerte, razonó. Recordó a su mujer, que había sido ejecutiva; luego, al casarse con él, los dos en edad más que madura, ella había dejado de trabajar. Con el tiempo los ocasionales martinis se volvieron demasiado frecuentes y más de una vez, a la noche, él tuvo que ayudarla a acostarse, a ponerse el camisón, la mayoría eran de seda. Dormían desde hace tiempo en piezas separadas. Hasta que una mañana que él se levantó bien temprano... era un lunes, la mucama no llegaría hasta pasadas las nueve, él quiso darle una sorpresa a su mujer, preparó té y tostadas, una bandeja de mantel bordado haciendo juego con la servilleta, obra de las monjas de un famoso convento (las mujeres aprecian esos detalles), la mermelada de frutos del bosque, una flor atravesada en diagonal, una rosa tea, tea justamente en inglés quiere decir té. Golpeó levemente la puerta con el pie, al no recibir respuesta decidió entrar igualmente, tratando de no hacer ruido, apoyó la bandeja sobre la mesita, abrió apenas las cortinas. Su mujer estaba acostada de espaldas, una leve sonrisa en sus finos labios, como si estuviese contemplando sus recuerdos. Así, quizás, sea la muerte, recostados en una noche sin tiempo, sumergidos en la memoria.
Jaime apuraba el paso hacia el hotel, uno de los más humildes del pueblo. Quería registrar en la computadora las vivencias de la hora recién transcurrida: así las propias como las ajenas, para llamarlas de algún modo. Había llegado al pueblo en la víspera. Era su primer año de docencia, estaba aprovechando el fin de semana largo para un descanso, claro que a la mente no se la puede aquietar, nunca en su vida había logrado ignorar los estímulos: a falta de presencias, los recuerdos. Padre y Madre, lo más parecido a la divinidad: para los pequeños mientras lo son y para los adultos también, según se interprete el mito estudiado por Freud. Padre y Madre, Sol y Tierra. ¿Y la Luna? Según el diario, en ese mismo día, quizás en ese preciso momento, en alguna región inhóspita de Asia, se estaba dando un eclipse de Sol. Entonces, vaya a saber porqué, Jaime se acordó de la Befana. Él la había visto, en carne y hueso, si de eso están configurados los entes que nos trascienden. La Befana, una diosa menor, que en Epifanía le lleva regalos a los chicos y una bolsita de carbón a quien merezca ser castigado. Cuando niño, Jaime vivió en Italia unos cuantos meses, por razones que llevaron allá a la familia. Se alojaron en casa de la Tía: a la mañana temprano, el.dia de Reyes, Mami le despertó, le dijo que la Befana en persona quería darle el regalo. En la cocina, la Befana le entregó un paquete, la boca desdentada intentó una sonrisa, y, mientras él, entre asombrado e impaciente, deshacía el envoltorio, ella desapareció: ¿cómo, por donde? Todo ese episodio, en su memoria, quedó envuelto en el misterio. Claro que la Befana sólo es un símbolo de la conciencia, que nos aprueba o nos reprende. Jaime no sabía quién había interpretado el personaje en esa oportunidad, pero eso no tenía importancia.
Reclinados sobre el paredón que delimita la playa, un chico rotoso y un perro, absortos, miraban la arena, allí abajo; nadie se estaba bañando, faltaban semanas para el verano, y no había tráfico en la costanera. Jaime apuró el paso, ya estaba subiendo hacia el cerro, entraba a la última periferia del pueblo, había dejado el Mar Dulce atrás suyo, casi un quilómetro. Fue al doblar la esquina que vio la neblina negra: venía a su encuentro, borrándolo todo.
Ya no eran el mar y la sierra que delimitaban el pueblo, sino la neblina. Poco a poco todos intentaron cruzarla, a pie la mayoría o, los que les quedaba nafta, en auto. Suponían que, más allá de la neblina, la vida seguía como siempre. Hasta que Poroto y el perro quedaron solos. Suerte que no necesitaban otro amor que el de ellos, ni cosa alguna que no fuese contemplar desde el paredón la playa de los cangrejos y la Luna y el Sol y las estrellas y el firmamento desteñido que, desde la eclipse, habían quedado inmóviles sobre el mundo, el diminuto mundo de Jaime y del siberiano.