Para Marisa, cuyas cenizas, nube fugaz contra el sol poniente, descansan en la Bahía, donde el Río de la Plata se convierte en el mar que ella tanto quiso.
La presente obra se compone de tres cuentos redactados entre 1988 y 1996: los dos primeros son las versiones en Castellano de textos originalmente escritos en Italiano (1957).
Buenos Aires, Septiembre de 2005
Posteriormente, estos tres cuentos fueron incluidos en el libro 'Los paraísos y otros cuentos', impreso en Enero de 2011; el cuento 'La isla' bajo el nombre 'Los Antípodas'.
Los dos queríamos apasionadamente a Gustava, por sus ojos lascivos de batracio y por su olor, que nos llenaba de deseos insoportables. En vista de su próximo regreso, habría sido bueno conseguir un par de gatos bien gordos, como para cocinar un plato abundante y substancioso y así recibirla, como correspondía, con un festejo. Por otra parte, hacía tiempo que Giangio había prometido llevarme de cacería consigo; se lo hice recordar, insistí, dejó que le rogara por un rato y por fin, con una sonrisa algo perpleja, accedió a que fuéramos juntos aquella misma noche. Resolvimos encontrarnos al atardecer, frente al portón de un edificio en cuyo altillo vivía una vieja amiga de Giangio. Yo tenía en un canastito algo de merienda para la noche; él llevaba, escondidos en su sombrero, los minúsculos instrumentos de dar muerte y un lazo finito, hecho de babas de luna. "Antes de subir -me dijo- tengo que decirte que, si vamos a cazar en la terraza de la Vieja, tendremos que entregarle las colas de las presas." "¿Para qué las quiere?" -pregunté. Respondió: "Es la Primera Condición." Por el momento no pude averiguar más. Subí las escaleras tras él, con la sangre en tumulto; el olor de los machos en celo, que después, en la habitación de la Vieja, respiré hasta embriagarme, aumentaba de intensidad a cada rellano.
Oliva, en cuanto reconoció a Giangio, le retó, meneando la cabeza: "¿Y ahora a qué viniste? ¿A ensangrentarme el techo, otra vez?" -pero se veía que su enojo no era en serio. Después nos hizo pasar a una salita obscura. Nos sentamos en el borde del sofá y la Vieja nos anunció: "Voy a convidarlos con un licorcito de los de antes, que pica la garganta como una uña de gato." Mientras ella buscaba la botella en otra parte, Giangio me indicó una puertita negra, diciéndome que la Vieja guardaba allí las colas de los gatos capturados y que esa habitación estaba siempre sumida en la obscuridad desde que su ventana había sido sellada, muchos años antes, para excluir toda posibilidad de que entrara el sol. En aquel momento Oliva regresó sosteniendo una bandeja. Sin duda había escuchado las últimas palabras de Giangio, ya que se dirigió a mí, que era "nuevo", diciéndome: "¡Quién sabe qué cosas horribles te habrá contado de mí, ese granuja!" Y agregó rezongando, tras una pausa: "Y éso que yo las colas las acepto sólo para que ustedes no se sientan en deuda conmigo."
Cuando acabamos de tomar el licorcito, Oliva, asegurándose, como al pasar, de que Giangio recordara las Condiciones, nos acompañó hasta la terraza y allí nos dejó, cerrando tras sí la puerta del altillo. En cuanto llegamos, desde los techos escalonados hasta el horizonte se levantó un griterío lleno de furia, que nos dejó helados, como si ya nos sintiéramos a merced de un hado sangriento. El viento, barriendo las chimeneas, esparcía por el cielo el humo delgado de las cenas. Cuando los maullidos cesaron -todos a la vez, como por mutuo entendimiento de las bestias- oímos el pestillo deslizarse tres veces en la cerradura bien aceitada y recordamos la Segunda Condición: "Pernoctar al sereno, aunque llueva, respetando, ocurra lo que ocurriere, el descanso de Oliva."
Rodeaba la terraza una delgada hilera de macetas. Los escuálidos malvones que crecían en ellas reclinaban sus flores en la brisa que agitaba bajo el cielo descolorido, hasta donde la vista se perdía, los multicolores lavados del lunes, tendidos a secar por las azoteas. Entre un techo y otro se abrían profundas grietas; en su fondo crecía una vegetación de complicado follaje que protegía el hormigueo de los humanos de la salvaje mirada de aquellas tribus celestes. La luz mortecina del crepúsculo ya no lograba penetrar hasta allá abajo; sin embargo, el raudo centelleo de los escasos coches al brillo de los faroles revelaba la presencia, en las calles, de nuestros hermanos distantes.
Para pasar la noche al acecho, elegimos una cueva próxima al abismo; ocultamos nuestros cuerpos en la obscura sombra lunar y, temblando de excitación, quedamos a la espera de que la sed forzara a las sabrosas criaturas a acercarse a la canaleta. Desde todas las ventanas de la ciudad, abiertas de par en par para recibir las primeras brisas nocturnas, subía hasta nosotros el aroma de las sopas calientes; reteniendo la respiración, podíamos percibir el resbalar de las cucharas sobre el fondo de las escudillas de estaño, un ruido de ritmo indistinguible, como el zumbido de un enjambre.
"¡Acostate, tratá de descansar!" -me ordenó Giangio. Poco después fingió amenazarme con una de sus flechas de diamante, como jugando. Temí que quisiese matarme de veras, por un improviso acceso de celos. Por eso, sin atreverme a mencionarla por su nombre, por un comprensible pudor que con certeza él supo apreciar, le dije, en tono conciliante: "Sin duda, vos también sentís, al igual que yo, que ella merece ser amada por más de uno." El desistió de su juego al punto, pero yo ya ni le prestaba atención: el recuerdo del Nombre, si bien no había sido pronunciado, había disipado toda mi angustia y yo estaba experimentando una sensación de sosiego y tibieza como cuando, tiempo atrás, habíamos convenido con Giangio, al final de una larga discusión, que uno de los senos de Gustava -aquél ligeramente más bajo- sería mío y sólo mío. Quizá ella nunca haya sabido de nuestro pacto, quizá asimismo ignore que nunca llegamos a ponernos de acuerdo sobre quién, a la postre, sería el dueño de sus sangrientas flores.
Pasaron algunas horas. Por fin algunos felinos de silueta esfumada salieron de sus impenetrables escondrijos y avanzaron hasta el agua. Saciaban su sed a largos sorbos, levantando de vez en cuando el hocico para olfatear el viento. Giangio, aprovechando el momento favorable, saltó sobre esas garbosas presas, pero, encandilado por la luna, puso el pie sobre una franja de luz y se hundió en el abismo. Al comienzo gritaba desesperadamente; después, hacia el tercer piso, su caída se transformó en un vuelo austero. Quizá llegó a recordar las palabras del Texto: "El verdadero viaje tendrá inicio sólo cuando los sirvientes nos hayan puesto las sagradas vestiduras embebidas de resinas."
Corrí hasta la puerta del altillo y grité mil veces el nombre de Oliva, implorándola y retorciendo mis manos sobre el picaporte, pero todo fue inútil. Ella fingía dormir, mientras, sepultada en su cripta olorosa, respetaba rígidamente la Condición, garantía insustituible de caza abundante. Ni creo que ignorase, no obstante su codicioso silencio, que la meliflua gente de ojos luminosos acababa de hacer ofrenda de la florida sangre de Giangio a sus cobardes dioses.
Para bajar, tuve que ayudarme con el sedal transparente que había sido de él, apoyándome con mil cuidados a los alféizares y los salientes de las cornisas, patinados por la lluvia y el viento, y, mientras balbuceaba "¿Por quién, al final, por quién?", llegué a dudar inclusive de la existencia de Gustava. Pero no sabría decir si esta forma de repudiarla me había sido dictada por la vehemencia de mi amor hacia el amigo perdido, o por querer sofocar el recuerdo de ella, ya que para mí se había desvanecido toda razonable esperanza de llegar a conocerla algún día, ahora que Giangio no seguía con vida. De ella, de sus costumbres, sabía únicamente lo poco, casi nada, que él me había confiado las raras veces en que había accedido a describírmela, conmovido por mis súplicas incesantes.
La cáscara de Giangio yacía entre las ortigas, allí donde se había quebrado su vuelo cuando, con un frémito de gozo, mi amigo se había finalmente liberado de ella. Logré abrirla con mi cortaplumas, que maniobré con gran delicadeza, como si todavía le pudiese hacer daño a El. Adentro estaba la torturadora imagen de Gustava, toda pezones, que, acurrucada sobre sus aterciopelados miembros al lado del corazón de mi pobre amigo, se alumbraba a sus últimos, débiles fulgores.
Olivos 1957 (en Italiano)
Versión en Castellano completada en abril de 1996
Ciertos amigos, en la playa, nos dijeron que se habían topado -mar adentro- con unas venas de agua tibia, quizá derivaciones perdidas de una corriente tropical. Decidimos esa misma noche, durante la cena, que intentaríamos encontrar ese paraje al día siguiente, si continuaba el buen tiempo. Nos quedamos levantadas hasta muy tarde, planeándolo todo y estudiando detenidamente el mapa náutico colgado en el hall del hotel, para familiarizarnos con aquella topografía y encontrar fácilmente la ruta de regreso. Por la mañana, bien temprano, partimos para nuestra búsqueda, nadando pausadamente en el mar lechoso de un amanecer sin nubes. Llegamos exhaustas y con frío, después de dos horas de fatigas. Por suerte la corriente nos llevó solita hasta un escollo bastante amplio, que, extrañamente, no estaba registrado en el mapa o, por lo menos, no recordábamos haberlo visto. De todos modos, nos pareció oportuno salir del agua para un breve descanso.
El escollo se abría a pico sobre el mar, formando una minúscula bahía rodeada por una franja de arena muy blanca y por escasos arbustos resecos. El cielo, asomándose desde las abruptas murallas, sobreponía reflejos azul y oro al profundo color del agua casi inmóvil.
Mi compañera puso su malla a secar sobre una roca y se tendió en la playita para tomar sol. La leve resaca jugaba a sus pies con trozos de madrépora, que resplandecían. De pronto, una ola de más fuerza la cubrió de espuma, dejando a la vista sólo las puntas rosadas de sus senos. Quise besarla, pero el mar se la llevó. A través del agua se divisaba, deslumbrante, su vientre cándido. Cuando volvió a la playa, dijo que tenía sed. Se oía el gorgoteo cercano de una vertiente; comprobamos que era de agua dulce y Criterio pudo beber. Después, mientras le acariciaba los labios, me dijo: "Nunca había probado agua tan rica." "Es que tenías mucha sed" -le contesté; pero al besar su boca probé un sabor nuevo tan inquietante que me solté con prisa de sus brazos para zambullirme en el pequeño lago en que se hundía la sonora caída de la vertiente. El agua, en el fondo, era surcada por raíces de terciopelo.
Cuando salí, reparé en dos plantas solitarias que tendían sobre el mar sus ramas cargadas de extraños frutos ovalados del color del oro. Esparcían el mismo aroma amargo del agua que acababa de saciarnos. Criterio estaba sentada sobre la arena a la sombra de aquellas ramas y me llamó con un pequeño grito para que fuera a ver. A cada soplo de brisa algunos frutos caían en el mar, para ser devorados a flor de agua por los peces que, en gran número, acechaban debajo de las ramas colgantes. Los que no conseguían los frutos saciaban sus ganas en las carnes de los más afortunados, que debían haber adquirido las virtudes de aquellas fabulosas plantas, y los peces seguían devorándose entre sí hasta que el aroma penetrante, diluyéndose de un cuerpo a otro, se volvía imperceptible. "Así el mar se despeja y se aplaca" -expliqué sonriendo a Criterio. Ella temblaba, poseída por una invencible sensación de horror.
Ya era tiempo de volver, si queríamos llegar al hotel para el almuerzo. Criterio entró imprudentemente al agua, sin ponerse siquiera la malla, pero a los pocos pasos volvió gritando de dolor. Dejaba tras sí una doble estela ensangrentada que nacía de sus tobillos dilacerados. Los peces, después de morderla, dudaban frente a ese color desconocido; hasta que se decidieron a devorar ávidamente sus restos pálidos. "A sueños lóbregos, cuna de amargo llanto" -exclamé, y nunca un refrán me pareció más adecuado. Sin embargo, viendo cuánto lloraba, empecé a consolarla, le lavé las heridas con aquella agua dulce y la acaricié hasta que sus sollozos cedieron. Luego quedamos abrazadas por largo rato, la vista fija en el mar abierto, escrutando las aguas vacías más allá de la red blanquecina de las olas que, corriendo sin pausa bajo el sol, se extinguía dulcemente sobre las rocas.
Sin atrevernos a admitirlo, habíamos comprendido que los peces reconocían en nuestro cuerpo el vestigio embriagador de los frutos ovalados y que si hubiésemos bajado al mar antes que nuestra piel quedase libre de ese sabor, nos habrían atacado para devorarnos. Nos preguntábamos con ansiedad cuánto tardaría ese proceso de purificación. Comprendíamos que si el olor persistiese por más tiempo que nuestra resistencia a la sed, nos veríamos obligadas a beber de esa única vertiente y a prolongar nuestra permanencia en el escollo hasta que alguna embarcación nos descubriera por azar. Por nuestra desgracia, podrían transcurrir meses y hasta años sin que una vela se aventurase por aquellas rutas poco frecuentadas, en cuyo caso, durante todo ese tiempo, sólo habríamos podido alimentarnos de pescados crudos, cazados con gran riesgo. Estábamos sumergidas en estas angustias, cuando nos pareció oír un mugido. Nos miramos y, al constatar que habíamos compartido la misma alucinación, nos quedamos dudando, como si no fuese absurdo suponer que ese escollo ofreciese sustento a cualquier clase de reses. De todos modos, ese sonido quejumbroso se repitió más veces. Parecía salir del desfiladero que, taladrando la obscuridad de la roca, nos traía ese único hilo de agua potable, quién sabe de qué lejana fuente. Decidimos seguir su curso hasta que se extinguiese nuestra última esperanza.
La obscuridad crecía a medida que avanzábamos por el túnel, hasta que nos quedó por única guía el susurrar del riacho a nuestros pies. Tras ese murmullo, gracias a un afortunado juego de ecos, se adivinaba de vez en cuando un estruendo de catarata, amortiguado -al parecer- por la distancia. Avanzábamos sosteniéndonos una a otra y tanteando a cada paso las paredes y el piso, pero, a pesar de estas precauciones, varias veces nos caímos sobre las piedras, resbaladizas y filosas. Entonces gritábamos por el dolor y porque temíamos de habernos desfigurado irreparablemente los miembros y el pecho. Por fin divisamos con alivio un destello de luz, pero sólo se trataba de unas matas fosforescentes adheridas a la roca, cuya débil claridad filtraba a través de un velo de gotas diminutas, lanzadas contra el techo de la galería por una piedra de cantos vivos que quebraba el vórtice de la corriente. Allí mismo el aire y el agua mezclados, circulando con furia en un laberinto calcáreo, producían ese alarido cambiante que nos había llamado a engaño al parecernos, primero, voces de manada y, luego, fragor de catarata. Este descubrimiento nos desanimó del todo, y habríamos emprendido el regreso a no ser por el temor que bajar por ese camino abrupto podría resultar aun más peligroso que lo que había sido el subirlo. Por fin decidimos continuar, a riesgo de precipitar de pronto en un invisible abismo. En cambio, poco después el suelo se volvió llano y hasta arenoso y, tras un imprevisto recodo, apareció en las tinieblas un luminoso círculo azul surcado por una delgada cinta de nubes.
Salimos al murmullo de un bosque de pinos y eucaliptos y al rumor cercano y constante del mar, escondido tras la vegetación. "¡Una isla!" -exclamó Criterio, aplaudiendo con entusiasmo. Dirigí una mirada de triunfo al pozo obscuro que nos había causado tanta angustia: me sentía finalmente a salvo, y para siempre, de los fríos animales que yacen allá en el fondo. Cada una examinó detenidamente el cuerpo ensangrentado de su compañera, para averiguar si las heridas fuesen de consideración. Por suerte sólo se trataba de moretones y rasguños sin importancia: "pequeñas nanas", como las definió Criterio una vez eliminado todo resto de aprensión. Habíamos dejado las mallas en la pequeña bahía, por olvido o tal vez porque no habíamos supuesto que nos habríamos alejado tanto. Descartamos la posibilidad de volver allá abajo a buscarlas y, tomadas de la mano e interrumpiendo a veces la cadencia de la marcha con un paso de danza, nos encaminamos así desnudas, al incierto abrigo de los arbustos, hacia el lugar de donde parecía llegar más nítido el ruido de la resaca.
A medida que nos acercábamos al mar, el pinar se veía interrumpido con más frecuencia por luminosos claros, esmaltados de flores azules y doradas. Tenían tallo tan robusto que pudimos trenzar con ellas unas delicadas guirnaldas, para cubrirnos. Ya prácticas en labrar esos apasionantes encajes, emprendimos la confección de una manta, sobre la cual teníamos la intención de descansar, más tarde. A veces me distraía de nuestra difícil labor algún sonido imprevisto: el ligero reptar de una sierpe coralina o un canto más persuasivo en el parloteo incesante de las aves. Entonces levantaba la vista a las copas de los pinos, de las que bajaban aromas a resina y a salitre, y vagaba con la mirada de nido en nido, hasta que alcanzaba a divisar, entre dos troncos rugosos, el perezoso balanceo del mar azotado por el sol. Después me quedaba contemplando la labor silenciosa de las manitos de Criterio, absorta en no sé qué pensamientos de amor, hasta que, obedeciendo a su inconsciente llamado, me le acercaba para besar, a través de su perfumada vestimenta, los lugares más sensibles de su cuerpo virginal.
Terminamos la manta a la hora en que la playa delante de nuestro hotel se llenaba de gente. Asomadas a nuestra ventana del último piso, solíamos mirar el hormigueo de los veraneantes sobre la arena y espiábamos los vaivenes de nuestros amigos hasta que, ensayada la temperatura del agua con las muñecas, zambullían sus cuerpos bronceados en el mar resplandeciente y daban sus primeras vigorosas brazadas hacia el mar abierto. Estos recuerdos nos dieron ganas de nadar; nos dirigimos hacia el mar, pero antes de salir de la maleza, justo en el borde del pinar, nos detuvimos atemorizadas, como si estuviésemos a punto de sumergirnos en un elemento desconocido. Tal vez nos había asaltado el aflictivo recuerdo de los peces, o más bien fue por la cualidad inusitada del sol, que, lejos de los árboles, otorgaba a los colores una luminosidad más intensa, llenando de fulgor cada detalle. Entre el pinar y el mar, gigantescos médanos ondulaban la playa y sobre ellos algún pájaro perdido descansaba al lado del mechón espinoso de raros arbustos xerófilos. Visto desde allá arriba, el mar -agitado por una leve brisa hasta el horizonte- semejaba una cabellera espumosa. Muy lejos un penacho de humo evocaba la violencia de un volcán. ¡Tal vez la isla en que nos encontrábamos formaba parte de un archipiélago! ¡Tal vez pronto seríamos rescatadas por algún buque de cabotaje! Renacían nuestras esperanzas.
Mientras examinábamos la comba del horizonte, vimos vibrar un punto y zarpó hacia nosotras una furiosa estela, que peinaba el mar en dos bandas, como una afilada raya. Se nos acercaba velozmente un barco, encaramado sobre las crestas espumosas y seguido por una gozosa trenza de olas y de delfines: su velamen rojizo estaba coronado de nobles pájaros en vuelo que competían con el viento. El ímpetu de su carrera lo llevó hasta la orilla y lo hizo subir a la playa sin necesidad de maniobras, así que su piloto -reconocible por la edad y porque empuñaba un catalejo- y los dos marineros que completaban la tripulación, se quedaron sentados indolentemente, con las piernas colgando de la borda, durante todo el trayecto. Cuando el barco estuvo en seco, los tres navegantes bajaron sin recoger las velas, que dibujaban una dilatada sombra sobre la arena. Tenían por vestimenta una valva casi transparente que les cubría el ombligo y estaba ajustada en el lugar preciso por un fino cordón azul anudado sobre sus caderas doradas. Les colgaba de la boca un pendiente de jade que llevaban suspendido a uno de sus dientes incisivos, perforado a propósito para sostener ese precioso adorno. Esa joya imprimía a sus voces una vibración tan extraña, que no habríamos podido comprender sus palabras aunque hubiesen usado un lenguaje conocido. Fuimos a su encuentro sobreponiéndonos a nuestro pudor y dirigimos al más anciano algunas palabras de saludo, esperando así de ponerlos a sus anchas, pero, a pesar de nuestros reiterados intentos, no hicieron caso alguno de nosotras. Poco después, trajeron de la estiba una tina llena de pescados, que uno de ellos cortó en pedazos y condimentó con el jugo amarillento de un fruto perfumado; después expuso el recipiente al sol y ahí lo dejó bastante tiempo, mientras la comida se maceraba. La luz se volvía más intensa a cada minuto; el cielo sin matices se reflejaba en los infinitos vórtices marinos y arrancaba de sus profundidades un vapor alucinante, que subía en espiras diáfanas. Cuando la comida estuvo lista, la dispusieron en una enorme escudilla de madera, que apoyaron directamente sobre la arena, a la sombra de las velas. Sentados alrededor de ella, llevaban el alimento a la boca con las manos, sin usar cubiertos ni platos individuales. Alternaban las presas con generosos tragos de vino, bebiéndolo directamente de una cantimplora forrada de piel de escualo, que circulaba de mano en mano sin descanso. No nos convidaron a comer con ellos, pero parecía que supiesen de nuestra presencia, porque de vez en cuando uno u otro lanzaba tras su espalda algún bocado que nosotras, casi con vergÜenza, recogíamos de la arena y devorábamos en silencio. Después de comer, mientras descansaban contemplando el ritmo de la resaca, se percataron de que precisábamos bebida. El piloto hizo una señal a Criterio para que se le acercara y, cruzados los dedos para formar una cuenca con las manos, ordenó a uno de sus compañeros que escanciase algo de vino, tras lo cual mi amiga, que se había arrodillado, hundió el rostro en ese improvisado abrevadero, y se sació. Cuando ella terminó de beber, él le pasó los dedos por el cuello y la nuca, justo detrás de las orejas, para acariciarla o para secarse el vino en sus cabellos. A pesar del tiempo transcurrido, cuando le pregunto qué sintió en ese momento Criterio sigue evitando la confesión que le exijo con una sonrisa llena de malicia y se cierra en un obstinado silencio. Suerte que recuerdo vívidamente la mueca de repulsión del marino, cuando bajó la vista sobre sus ojos, puestos en blanco como por un orgasmo. Sea como sea, en mi caso se limitaron a servirme un par de sorbos en el plato común, sucio como estaba.
Cuando el sol, en su desenfrenada carrera, llegó al cenit, las sombras se convirtieron en delgadas franjas tórridas; ni siquiera la de las velas alcanzaba a protegernos de pie a cabeza. Entonces nos sentamos bien cerca del barco, apoyando la espalda contra el casco negro incrustado de frutos de mar aún palpitantes. Hacía tiempo que los marinos se habían ido a descansar y la cadencia modulada de sus resuellos se exhalaba por los ojos de buey, encima nuestro, como si el velero todo fuese un ser vivo que respirase por ellos. Conversábamos en voz baja: "Deben ser Antípodas." "Se dice que transcurren toda su vida navegando." Criterio agregó, citando de memoria un capítulo de su atlas, casi palabra por palabra: "Verdaderos habitantes de la porción acuática del globo, viven de la pesca y de rapiñas. Sus barcos se parecen a las gaviotas,que, para vencer la tempestad, la enfrentan al sesgo y siempre triunfan. Rara vez bajan a tierra, y sólo para descansar de prisa en alguna costa ignota a los demás..." Yo misma concluí la cita, parafraseando con picardía el texto, que también me resultaba harto conocido: "...¡o quizás para alegrarse con un fugaz amor de playa!"
Fue entonces que la curiosidad, la violencia del sol, y, por sobre todo, el deseo de ser abrazadas por sus curtidos cuerpos, nos indujeron a buscar abrigo con ellos, bajo cubierta. Nos despojamos de las guirnaldas, ya inútiles pues el sol había reducido a cenizas sus pétalos multicolores; luego Criterio me ayudó a trepar sobre la borda negra; desde allí le tendí mis brazos, de los que ella colgó su hermoso cuerpo coralino. Una vez a bordo, nos encaminamos con pasos sigilosos hacia la escotilla, que abría un misterioso recuadro sombrío en la cubierta solitaria. Desde las vergas más altas nos espiaban los intrépidos pájaros que los pescadores habían traído consigo.
Sobre los tres hombres, acostados en el camastro común, aleteaba un áspero olor, como de peces feroces. Sólo uno estaba despierto. Miraba fijo el cielo silencioso a través de la escotilla, con sus ojos violáceos, y parecía escuchar el retumbo de la resaca que percutía rítmicamente la quilla. En cuanto nos vio se levantó procurando no hacer ruido, para no despertar a sus compañeros, y nos amenazó con un pesado zueco de bronce, que recogió de entre la paja. Retrocedimos bruscamente, llenas de temor, y no nos animamos a un nuevo intento. Volvimos a la playa con el corazón oprimido y nos encaminamos hacia el pinar. Mil soles estallaban en el cielo y palpaban el aire alrededor nuestro con brazos de fuego; la arena quemaba hasta hacernos llorar. Nos pusimos a correr para substraernos al tormento, pero antes de llegar caímos al suelo sollozando y debimos proseguir gateando y finalmente arrastrándonos sobre ese lecho ardiente. Cuando por fin llegamos a los árboles, nuestros corazones estaban tan enfurecidos que invocamos la desgracia sobre los pescadores, recitando varias veces la jaculatoria de San C. Toledano, de cuya terrible eficacia es garante una bruja napolitana, muerta hace tiempo, que se lo enseñó a la abuela de una querida amiga mía, de quien lo aprendí al recurrir a ella por una pena de amor.
Olivos, noviembre 1957 (en Italiano)
Versión en Castellano completada en abril 1996
A eso de las cinco me pareció ver a Cri que cruzaba la calle en dirección al bar del Hotel, donde yo estaba sentado frente al primer Martini seco de la tarde. Era ella de verdad, como comprobé poco después, cuando entró, parpadeando por el brusco cambio de luminosidad. Tenía la cara avejentada, tensa bajo la piel curtida por el largo verano, y llevaba el pelo sin peinar, quemado hasta una tonalidad pálida. Pero traía los mismos bríos de siempre y en cuanto me reconoció en la penumbra me saludó con "su" sonrisa, que me dejó entrever sobre sus dientes, aún cándidos, la delgada línea de su encía. Terminados los abrazos, se sentó a mi mesa y ordenó jerez y mejillones, como en los buenos tiempos. Al contemplar las arrugas de su frente, recordé que no la había visto en los últimos veranos y de pronto me di cuenta del tiempo transcurrido y de cómo día a día se me va la vida. Esta sensación de desamparo quedó latente en mí durante toda nuestra conversación. De vez en cuando se me apretaba el corazón, pero sin que el miedo llegase a aflorar del todo.
Cri había regresado esa misma mañana de la Isla, que visitaba todos los veranos en conmemoración de aquella primera vez, cuando fue allí solita, a nado, y nos llevamos el gran susto pues no volvía. "Pero ya no es la misma" -dijo, sin disimular su tristeza. Recordé que mi padre nos recomendaba observar bien a fondo los lugares que veíamos por vez primera, pues no volverían jamás a parecernos iguales, y se lo dije a Cri. "Debe ser cierto" -me contestó. "Por lo menos, yo nunca volví a ver la Isla con los mismos ojos. Es que el misterio disminuye a cada visita, al descubrir los porqué, y a la larga esta costumbre se ha convertido en una esclavitud, como la que mantiene juntos a los que se han amado." Luego agregó, como si pensase en un caso concreto: "En la convivencia nos obstinamos en desmenuzar al otro porque buscamos los rasgos del primer día, y nunca los volvemos a encontrar." Por lo visto, también ella se había percatado de las cicatrices dejadas por el tiempo en mi semblante y, tras éstas, había reconocido las otras diferencias, más íntimas.
Insistí sobre lo mismo: "¿Y qué es lo que más te había llamado la atención en la Isla, aquella vez?". Cri se sumergió con ganas en los recuerdos, olvidada del vino y de los moluscos a la provenzal. Yo la ayudaba, de vez en cuando, con alguna pregunta que le permitía aclarar un detalle o agregar los matices. En resumen, me contó dos momentos de su paseo, al comienzo y al final del crepúsculo.
Había pasado la tarde en el borde del bosque, hasta que el sol se había vuelto anaranjado, una gran bola ovalada que casi tocaba el horizonte. El barco de los Antípodas, que había dejado la playa con su cohorte alada al promediar la tarde, era apenas visible en la lejanía. El aire tibio e inmóvil descansaba de tanta luz y los vientos nocturnos se anunciaban en el frescor de la espuma. Fue entonces que Cri oyó crujir la playa, como si miles de abejas frotaran sus patas quitinosas. Las abejas se volvieron cigarras, las cigarras pájaros y un quejido llenó los aires, mientras las pequeñas aves luchaban por salir de los cascarones ensangrentados, esparcidos por doquier y ya libres de las arenas que los habían acunado durante semanas de fuego. Mientras los pájaros intentaban nacer, las tinieblas se acercaban galopando sobre el mar y se prendió en el cielo el astro del crepúsculo, determinando un idéntico curso para todas aquellas vidas nuevas, cuyas luchas, inexorablemente, vendrían a dar más o menos en el mismo destino de pájaro diablo: escolta de navegantes, cazador incansable, vencedor de huracanes, contemplador de atardeceres.
Más tarde, la atención de la casi exhausta Cri se había visto exigida por un dulce tañir de campanas que provenía de un sector de la Isla escondido a su vista por unas suaves lomas cubiertas de vegetación. Cri creyó en una nueva alucinación, pero igualmente se encaminó por un sendero que, cruzando el bosque, parecía conducir hacia las campanadas. A medida que avanzaba, el paisaje se le volvía familiar, parecido a la campiña de su pueblo natal, hasta que, tras un recodo del camino, se asomó a un valle, barnizado por los últimos rayos del sol poniente; entre los campos de vides y aceitunos, una grey de casas blancas, agrupadas alrededor de la Iglesia. Las campanas cesaron de repicar y en el silencio Cri pudo percibir las voces de los campesinos y los ecos del paso cansino de las cabalgaduras que los volvían a sus casas, al final de otro día de labor y esperanzas. Al cruzar la plaza todos se apeaban frente a la Iglesia y, arrodillados sobre la antigua calzada, se persignaban, encomendándose a Dios. Luego la noche obscureció el aire y sumió el pueblo en un merecido descanso, sin más sueños ni afanes. Cri, al observar esa procesión, estuvo constreñida por una sensación de angustia que le había parecido brotar del temor al futuro, pero ahora comprendía que le habían dado alimento los enigmas de ese día, espejo y síntesis de su vida toda.
Para disipar estas tristezas desvié la conversación hacia temas cotidianos: los amigos -que ella no veía hace tiempo-, el clima de este verano -poca lluvia, mucho viento-, el próximo retorno a la ciudad y al invierno. Luego Cri me propuso que la acompañase hasta la casa donde se hospedaba ese año, al otro extremo del pueblo, y que fuésemos por la playa para asistir, durante la caminata, a la puesta del sol. Acepté su sugerencia, pagué la cuenta al mozo de siempre y salimos del bar.
Durante nuestra conversación el tiempo había cambiado. El cielo ahora estaba cubierto y el sol apenas se adivinaba, próximo al horizonte, detrás de las nubes más lejanas. La playa se encontraba casi desierta, por la hora, sobre el fin del verano. El mar, verde opaco, de poca espuma, lavaba quietamente la orilla obscura. Nos encaminamos hacia el sur como cuando, muchachos, nos íbamos a recoger caracoles -que abundaban, en aquel tiempo- y paso a paso llegamos, sin darnos cuenta, más allá de las últimas casas, a un desierto ondulante de médanos y soledad. Nos sentamos en el suelo, recogí un puñado de arena y lo dejé deslizarse lentamente entre mis dedos en hilos como de clepsidra. Tal vez estaba midiendo mi propio tiempo, sin saberlo, como en aquel antiguo relato, que le volví a contar a Cri, como había ya ocurrido allí mismo, en el tiempo de antes... En un reino de cuya ubicación se ha perdido la memoria, el día que nació la Princesa, las hadas y los magos, por invitación del Rey, vinieron para asistir al alumbramiento. Pero no fue avisada una de las hadas, una dama de ojos malvados y voz suave, temida por todos y que muchos consideraban una hechicera. Sin embargo, en el preciso momento en que la Reina, exhausta de tanto gritar, pidió ver a la criatura y se aprestaba a sonreírle, el hada mala irrumpió en la sala de maternidad agitando con furia su vara mágica y, entre el horror de los presentes, salpicado de telarañas malolientes el techo, opacados los níqueles y cristales de los muebles esterilizados y del instrumental obstétrico, lanzó un agüero de significado indescifrable -pero ciertamente terrible- que habría acompañado a la recién nacida hasta su muerte, quizás temprana, por maleficio de añadidura. Por suerte se encontraba allí, entre los otros, otra hada de verdad, aún niña, que llegaría con el tiempo a tener más poder que la hechicera, pero, por el momento, apenas consiguió atenuar las consecuencias del encantamiento. Gracias a ello, la vida de la Princesa fue normal durante sus primeros años.
Al llegar a este punto del relato, me quedé meditando. La adolescencia de la Princesa me había traído a la memoria nuestros años mozos, cuando, al volver del abrazo furioso del oleaje, el cuerpo cándido de Cri me esperaba en esa misma playa, sobre la arena ennegrecida por la humedad de la espuma. Tras tanto tiempo transcurrido sin besarla, todo mi amor parecía renacer de improviso y por un instante mis ojos imaginaron sus pupilas grises, escondidas en la obscuridad de la noche, como en un sueño donde todo fuese posible, inclusive ser jóvenes. Como la Princesa, que acababa de cumplir dieciocho años cuando, al hurgar en el desván del último piso de la Torre en que vivía con sus padres, encontró un viejo ajuar de bordados: tambor, agujas, cañamazos y madejas de colores aún relucientes. A partir de ese hallazgo, recamar en la solitaria habitación de la Torre se convirtió para ella en una costumbre cotidiana. Sabía subir a la hora de la siesta y seguía bordando de realce al lado de la ventana por toda la tarde, mirando, de vez en cuando, la ciudad infinita allá abajo, bañada por la tibieza del sol invernal en los días serenos, o agitada por el viento y acribillada por el granizo. Hasta que llegó la primavera. En esos días de más luz se quedaba más tiempo. Volvían las primeras golondrinas, que llenaban de vuelos el cielo nítido, y al atardecer, entre sus últimas voces, se adivinaba, pausado, el aleteo de los murciélagos. De pronto, asustada por el hórrido hocico de uno de ellos y por su silencioso tránsito detrás de los vidrios, la Princesa, sin querer, se punzó el índice de la mano izquierda con una aguja levemente herrumbrada. Un intenso dolor se irradió desde la herida por todo su cuerpo y se apagó en su seno con un estallido como de látigo. Fue un instante de gran belleza, pero de dar pena, y miedo. Su corazón pareció quebrarse; luego siguió latiendo más veloz que nunca, midiendo el tiempo con redobles fragorosos en los que se perdía su mente. A partir de aquel momento su vida adquirió un ritmo frenético, las acciones precedían sus intenciones, no tenía tiempo de meditar sobre sus consecuencias ni de hacer planes para el futuro y aún menos para el presente; su reposo era instantáneo y profundo, sin sueños ni duración, y despertaba sin memorias ni nostalgias, para nuevos días de actividad incansable e indiferente. Sus padres y amigos, sumidos en idéntica locura, nada podían hacer para atemperarla. En ese mundo, el único consuelo -si así se le puede decir- era la ignorancia de los propios actores, nada conscientes de sus cuitas. Así fueron pasando los años, que parecían días apenas, iguales todos en su desenfrenada carrera hacia un fin que se adivinaba no lejano. Hasta que un día, una niña mal nutrida, vestida de harapos, pero digna en su inopia, tocó a la puerta. La Princesa acudió a abrir, empujada como siempre por su instinto de destrucción. La niña, con humildad, le pidió las sobras del banquete, sonriendo entre las lágrimas de los ayunos y de su desesperanza en el futuro, que se le anunciaba vacuo y envilecedor. Ese ruego produjo el milagro: los ojos de la Princesa soltaron el llanto y su corazón fue extinguiendo poco a poco el retumbar de sus latidos, permitiéndole contemplar el cielo durante un extremo instante -que se le volvió eterno- y ver como se entrecruzan vuelos y luces en el alterno devenir del tiempo y de las estaciones.
Al apagarse mi voz, la obscuridad era ya completa y el silencio pareció aún más profundo por el murmullo cadencioso del mar, más allá del médano. La arena conservaba apenas la tibieza del sol, en la noche sin viento. En las tinieblas, busqué a tientas las manos de Cri; luego creí desnudarla, despacio, bajo el cielo sin estrellas.
Buenos Aires, circa 1988
Revisado abril 1996