En la vigilia de cumplir un siglo, el recuerdo más antiguo de Neuman era de aquella mañana en que él se había despertado temprano, la señora que le cuidaba estaba preparando el desayuno, él buscó infructuosamente el cochecito, le preguntó a la señora cómo podría salir de casa sin el cochecito, ella le miró enojada (la leche al hervir había salido de la olla y apagado el fuego) y le preguntó, de mala manera:
– ¿Y ahora con qué me venís? ¡Qué cochecito ni ocho cuartos! Andá a lavarte, andá.
Neuman, que era huérfano de madre, se fue al baño, a lavarse las manitos.
Su búsqueda del cochecito había empezado en un sueño, que le había transportado a experiencias anteriores, de quizás uno o dos años atrás: un sueño que él no recordaba, pero que había marcado el instante en que, definitivamente superada la primera infancia, su mente ya estaba estructurada y empezaba, de a poco, a construir su vida, o, mejor dicho, la percepción de su vida. Porque, según una hipótesis que Neuman formuló muchos años después, lo que llamamos nuestra vida, con sus dudas, decisiones, trabajos, angustias y secuencias aparentemente felices, sería algo a lo que asistimos, desde afuera del núcleo que realmente decide; tampoco sabríamos por cierto si cada individuo toma las decisiones, o sólo se limita a ejecutar lo que le ordenan. Neuman se había dedicado a explorar este problema durante los noventa y pico años posteriores a su recuerdo más antiguo. No llegó a conclusiones finales, pues los sentidos de cada persona, siempre según Neuman, sólo lograrían explorar de manera imperfecta lo que está afuera, como sondas de una percepción con la que sólo tenemos un contacto periférico, por así llamarlo, sin participar de su elaboración profunda, que, a la postre, es la que originaría los mandatos a los que obedecemos.
Cuando conversaba al respecto con sus discípulos imaginarios, solía dar como ejemplo lo que ocurre en el Ejército. El soldado raso despierta al sonido de la trompeta, almuerza cuando la trompeta lo convoca, se acuesta acunado, por así decirlo, por la trompeta. A su vez, el trompeta obedece órdenes establecidas hace décadas por alguien que, probablemente, ya ha sido enterrado.