Al comienzo de la clase, la maestra de yoga explicó que no somos cuerpos con alma, sino almas con cuerpo. A Neuman esta afirmación, tan distinta de sus presunciones, le pareció una buena síntesis de las religiones más profesadas: de las que creen en la metempsicosis así como de las que prometen a los justos el premio de la vida eterna. Neuman se preguntaba en qué consistiría ese premio, ya que lo eterno no se desarrolla en el tiempo y por lo tanto la bienaventuranza, medida con reloj terrestre, duraría menos que un instante.
Por la mitad de la clase, que incluyó el saludo al sol, principió la lluvia, anunciada por truenos que recorrían el cielo en oleadas antes de estrellarse contra las ventanas del gimnasio. Terminada la hora quisieron salir, pero la calle estaba inundada y la lluvia seguía cayendo, a baldes. Neuman invitó a la maestra a tomar un café en el bar del gimnasio. En la penumbra de la sala el sonido de la lluvia evocaba los domingos invernales de la juventud de Neuman, cuando la familia se reunía alrededor de la chimenea y no se hablaba de otra cosa que de la guerra, esa guerra que subvertía las prioridades, al igual que el hambre, y el miedo. Otro tiempo, otro mundo.
El café tenía gusto a quemado, como se lo suele servir en la República Oriental. Por algo el barman era de allá, como tantos charrúas que cruzaron el charco, con sus familias, y se afincaron en este costado, que alguna vez fue próspero.
– ¿Sabe? –le dijo Neuman a su convidada –. Leí que sólo el cinco por ciento de los yanquis es ateo o agnóstico. En Rusia son el veinte por ciento, y aquí el nueve.
– ¿Y Usted en qué cree? – repuso ella.
Neuman creía que cada individuo nace por azar, un espermatozoide entre tantos que penetra en un óvulo entre tantos, la madre lo nutre nueve meses, lo que nace suele vivir un promedio de setenta y cinco años, al morir lo incineran, o lo sepultan, y ya del individuo queda sólo la memoria que lleguen a tener y custodiar los demás, por un tiempo por lo general breve, pero a veces de siglos y por excepción de milenios. Sin embargo, cada instante de la vida, desde que el óvulo es fecundado hasta el no va más, es eterno (vale decir que no se lo puede variar).
– Su punto de vista es interesante –dijo la maestra– pero no contesta mi pregunta –insistió.
Neuman citó una sentencia atribuida a Sai Baba (el que fundó los bares Hard Rock):
– No tiene objeto preguntarse si existe Dios, si ni siquiera se sabe qué es el hombre.
El presidente de la empresa en que había trabajado Neuman durante muchos lustros había sido amigo de Sai Baba. Una vez le mostró a Neuman un anillo que Sai Baba le había dado en regalo, tras materializarlo (frotándose las manos) al concluir la refección que habían compartido sentados a la misma mesa (arroz con yogur, multiplicado al momento para nutrir a los peregrinos, casi un millar, que se habían reunido allí ese día). El anillo, quizás antiguo, era de forma exótica, con una piedra pálida, como de porcelana.
* * *
Neuman declinó el ofrecimiento de la maestra de llevarlo a casa en su auto. La lluvia había parado, la calle ya era transitable y él prefería caminar un poco (su casa quedaba sólo a media legua del gimnasio). Sin embargo, a la mitad del recorrido, al llegar a la iglesia, se sintió fatigado, sin duda por su edad avanzada. Entró a la sombra del templo, de planta circular, cubierto por una gran cúpula cuya linterna filtraba la luz mortecina del ocaso entre nubes.
La iglesia estaba casi vacía. Durante la misa vespertina se quedó sentado en uno de los últimos bancos, tratando de descansar. De su conversación con la maestra había un concepto que había que corregir: el azar. Quizás con ese término sólo se designe y se admita la limitación de la mente, su incapacidad de prever el futuro cuando el número de alternativas es tan grande que supera toda posibilidad de un análisis estadístico. Las probabilidades, por infinito que sea su número, invariablemente se resuelven en un resultado que, a posteriori, resulta ser el único posible, ya que “es”, o sea ha ingresado ad aeternum en la realidad. La voz del cura oficiante, que comentaba el evangelio del día, sonó ininteligible, al despertar los ecos de la cúpula en tinieblas. Neuman recordó a los muertos de su familia: a sus abuelos, sepultados en el viejo mundo, a sus padres, cuyas cenizas fueron esparcidas en el río, allí donde se junta con el océano. Y a los tantos seres queridos de menos edad que él, quien, por algún azar, seguía con vida. La noche penetraba de a poco en la iglesia que el misterio de las tinieblas transformaba en un panteón poblado por la memoria de los penates, cuyas raíces se perdían en una prehistoria inimaginable. Neuman consideraba probable que la religiosidad hubiese comenzado como culto de los difuntos y que los dioses, in illo tempore, hubiesen sido plasmados a semejanza de los ancestros. El Padre, el Hijo y el Espíritu Santo de los católicos le parecían símbolos de las familias de los creyentes.
Neuman recordó otra afirmación de la maestra: vivir requiere coraje. Al respecto él tenía sus dudas. Por ejemplo, la última noche transcurrida en su Patria. Al día siguiente, por la tarde, él con toda su familia abordarían el barco con que cruzarían el Atlántico. Habían sido meses de preparativos, y ahora el día temido estaba por llegar, el sufrimiento de los adioses, el miedo a lo desconocido, a no volver, nunca. Quizás ese expatrio requería coraje por parte de su padre, pero en lo que a él se refería sólo había obediencia, y tal vez tampoco: ¿se trataba de obediencia, o más bien de resignación? Y, pensándolo bien, también su padre había sido obligado a emigrar, por la carestía.
Después del viaje espléndido, de recorrer las exóticas ciudades en cuyos puertos atracaba el vapor y de contemplar el mar reluciente en el plenilunio, la primera noche en el nuevo mundo, antes de dormirse, lloró sin sollozos en su cama desconocida. Tiempo después volvió a llorar, el día en que nació su primer hijo. En ambos casos lloró por temor a lo incierto de su futuro, a lo inevitable.
Luego empezaron las muertes: la primera fue la de su madre, tras una larga y dolorosa enfermedad. Fue ésa la última vez que Neuman lloró. El sufrimiento por los decesos que siguieron fue una angustia silenciosa, que sin duda habría de acompañarle hasta su último día. Terminada la misa, el sacristán fue apagando los cirios, hasta que la oscuridad escondió las imágenes. En esas tinieblas, las sensaciones se convirtieron en el recuerdo de un sueño improbable. Su mente era un testigo incrédulo de su existencia y apenas advertía el devenir de su ser, determinado por el imperio de otros yo, que ella no dominaba y de los cuales ni tenía conocimiento: producir la sangre y filtrarla eran apenas ejemplos de lo que no hacía ni mandaba su mente. Una vez alguien le había preguntado qué habría preferido ser de no haber nacido como hombre. Esa pregunta para Neuman carecía de sentido: para él el “yo” es apenas una función de cada individuo, irrepetible y sin existencia propia. El sacristán se le acercó y, en voz sumisa, le avisó que la iglesia debía cerrarse.
–Ya no llueve –agregó.
Neuman salió sin ganas a la noche, por la puerta principal del templo, la única todavía abierta. El pórtico albergaba como una docena de linyeras y pordioseros, que habían buscado ese techo para pasar la noche a salvo de la lluvia, todos ellos hermanados por sus oscuros karmas. Muchos ya se habían acostado, entre cartones y trapos. Algunos eran ancianos, y había un par de niños. El sacristán cerró la puerta y Neuman bajó lentamente por la escalinata a la plaza iluminada por los faroles; de los árboles iba goteando lo que quedaba de la larga lluvia.
Se sentía más cansado que nunca, la espalda le dolía, le costaba respirar. A pesar de ello avanzaba a un discreto paso porque quería llegar cuanto antes a su casa, donde por fin podría reposar, acostado, en su cama. Si hubiese podido cruzar el Parque, se habría acortado sensiblemente el trayecto que le quedaba por recorrer, pero a esa hora el Parque debía estar cerrado. Con sorpresa, vio que el cancel seguía abierto: qué suerte, quizás el sereno se había retrasado por el mal tiempo.
Neuman se encaminó por la calzada de ladrillos. Nunca había estado allí tan de noche, todo tenía un aspecto distinto, casi daba pavor. Advirtió un intenso perfume de jazmines, como el que se respiraba en el jardín de su casa, antaño, cuando vivía en la provincia, y le conmovió el recuerdo de sus hijos y de sus nietos, algunos ya fallecidos, otros todavía viviendo con tesón sus engañosos destinos, convencidos de que vivir es una lucha. A la mitad del recorrido, en el propio centro del Parque, surgía un monumento al Prócer, memento de la pasión y las conveniencias que habían conducido a la independencia del País a principios del siglo XIX. A los escasos faroles que esclarecían el Parque se sumaban allí los cuatro focos que iluminaban la estatua y sumergían al héroe en un aura neblinosa, quizás su cuerpo astral, suspendido en la memoria de ese sosegado edén antes de hundirse en lo profundo de otro universo.
De pronto Neuman oyó los campanazos que anunciaban el cierre del Parque. El cuidador venía a su encuentro desde la oscuridad, enfundado en un lustroso impermeable negro, la cabeza cubierta por la capucha. Cargaba en su hombro izquierdo la filosa guadaña con que solía segar la grama de los canteros, mientras con su mano derecha agitaba el cencerro que ponía fin a la larga jornada. Fue en ese momento que se apagaron las luces.