Bartolo acababa de regresar a Río de Janeiro, con su familia. Estaban trabajando con los cajones de la mudanza, que habían llegados hace pocos días, cuando sonó el timbre del teléfono. Era un antiguo compañero de colegio, que llamaba desde Italia. Quizás Bartolo no lo recordase. Bartolo sí lo recordaba, ¿qué había sido de su vida? Era médico, médico clínico del hospital de Careggi. La suegra de Bartolo, que vivía sola, cerca del hospital, le había consultado por cierta dolencia, hace cosa de un mes. Él la había derivado al especialista, la cosa no pintaba bien, y peor todavía después de los análisis. La suegra se había dejado estar, en estas cosas no hay chances si no se enfrentan de entrada, él llamaba porque conversando con ella supo que la mujer de Bartolo era la única pariente que le quedaba (además de los nietos, ¿qué tal, los chicos?) y dado que él y Bartolo habían estudiado juntos en el secundario, mira la casualidad, él sintió que era su deber avisarle. Le había pedido el número de teléfono a la suegra, so pretexto de saludarlo. Si Bartolo tenía fax, le explicaría mejor por escrito.
El departamento era una confusión, su mujer acongojada, los chicos jugando a las escondidas entre los cajones de la mudanza. Almorzaron con sándwiches y coca, de pie. Bartolo iba desempacando, tenso, esperando el fax, que llegó poco después del mediodía. El texto era bastante extenso, incluía los datos de los análisis, la diagnosis, el pronóstico. La cosa pintaba mal de veras. Bartolo, leído el mensaje, le dijo a su mujer:
– Yo debo irme, cuando vuelvo lo hablamos.
No podía demorarse más, por las citas.
Sopesado lo que había escrito el amigo (“¡qué suerte que mamá lo haya consultado justo con él!”, comentó su mujer) quedaban uno o dos resquicios a la esperanza. Primero, era imperioso revisar con un especialista el diagnóstico y las expectativas, a la luz de los análisis transmitidos por fax. Segundo, si el caso estaba perdido para la medicina oficial, quedaban otros caminos: continuamente se oía de gente que se había salvado con disciplina de vida y té de yuyos, o la homeopatía. Tercero, si realmente no había remedio, maximizar el tiempo de vida que le quedaba, controlando el dolor y procurando dar un sentido a las horas por venir. Claro que para ellos se trataba de una tarea difícil, que les agarraba en mal momento, a caballo entre dos países (a partir de ahora serían tres). A él, a su mujer, a sus pequeños. Que mañana su mujer fuese al médico de familia, identificase un oncólogo de prestigio, consiguiese un turno inmediato, para salir de dudas. Él enviaría un fax al médico amigo, realmente se había portado, para agradecerle. Por la noche llamarían a la suegra, que seguía en su casa, de momento. Concluidas estas diligencias, resolvieron que la mujer de Bartolo viajase a Italia lo antes posible.
El llamado a la suegra fue todo lágrimas, pero la enferma se sintió confortada por la promesa que pronto su hija estaría con ella. ¿Y los chicos? Bartolo le pidió ayuda a su hermana soltera y ella aceptó vivir por un tiempo con ellos y darle una mano con los chicos y la mudanza, mientras la cuñada estuviese afuera.
Antes de viajar (Galeão-Fiumicino, luego por tren) su mujer se fue a Botafogo para consultar el caso con una famosa mãe-de-santo. La anciana, más negra que mulata, tras ciertas prolongadas ceremonias le anudó una cinta roja en la muñeca izquierda. Debía dejarla así permanentemente, hasta que se rompiese sola. Si en ese momento su madre seguía viva, seguro, lo que se dice seguro, que se salvaría. ¿Y cuánto demoraría en romperse, la cinta? La Señora sabe, fue la respuesta, ambigua, sin aclarar si la Señora era Yemanjá, o la Virgen, o la propia mujer de Bartolo.
En la semana siguiente a la salida de Galeão, las cosas se complicaron, porque sí o sí Bartolo debía viajar a México DF y quedarse allí una semana, aproximadamente. Discutió el caso con su hermana, que ya estaba viviendo con ellos: ¿se animaba a hacer frente, sola, al manejo de la casa y de los chicos? Sí, se animaba, y no sólo ello, sino que sugirió que Bartolo aprovechase del viaje para verse con su hermano, el hermano de ambos–ellos eran tres–, que residía en el Estado de Yucatán. Bartolo debía llegar a México DF el martes: que saliese de Rio el sábado por la mañana, se quedase en Yucatán el domingo, con su hermano y la familia, y siguiese el lunes a la tarde para México DF. Así quedó convenido.
Y así se hizo. El reencuentro de los dos hermanos fue emotivo, pues no se veían hace tiempo: Yucatán no queda en el circuito de los negocios que atendía Bartolo, y, en cuanto a turismo, al vivir en Brasil no se justifica el gasto de veranear en el Caribe. El domingo lo pasaron visitando la costa del Golfo, un estero cercano a la playa con un mirador circundado por bandadas de pájaros lacustres y, finalmente, ciertas ruinas de los mayas. Nada que ver con los restos de los aztecas, ciudades infinitas de edificios y pirámides colosales, mientras lo de los mayas es mucho más íntimo, por ejemplo la silueta del Templo de las Muñecas, a través de cuyas ventanas, miradas desde el camino de acceso, un interminable sendero blanco que corta en dos la pradera, se ve el nacimiento del Sol, dos veces en el año. Y los cenotes, lagos, las más veces subterráneos, cavados por el agua en el substrato de coral que forma la plataforma de Yucatán. Profundos, en algunos casos más de cincuenta metros, esconden restos de príncipes y princesas, y de los seres sacrificados en sus funerales. Tumbas purificadas por los siglos, que han desleído los despojos reduciéndolos a meros esqueletos. Durante la cena, que concluyó la jornada en un restorán muy elegante, el casco de una hacienda de sisal, principio del siglo XX, se habló de la suegra de Bartolo. La comida, refinada, evocaba la mejor época yucateca, cuando la exportación de fibra volvía rico el Estado y sus habitantes: los manteles, impecables, los platos de porcelana francesa, los cubiertos, de plata antigua. La cuñada de Bartolo mencionó las curaciones, aparentemente milagrosas, de los pacientes atendidos por un médico, maya de pura cepa, doctorado en una prestigiosa universidad del Distrito Federal, que conjugaba principios de la cultura precolombina con equipamientos de diagnóstico ultramodernos. Quedaron en tratar de conseguir una entrevista con él para la mañana siguiente, quizás eso se podía lograr a través de un amigo común, al que llamaron por teléfono desde el restorán. Los sobrinos de Bartolo, dos mocitos muy pícaros, cansados por el día de tanto trajín, se durmieron a los postres, la cabeza apoyada sobre la mesa.
A la mañana siguiente, relativamente temprano, el médico, difícil adivinarle la edad, recibió a Bartolo, que fue a la consulta en compañía de la cuñada. Tras agradecerle al doctor por la deferencia de recibirlos con tan poco preaviso, Bartolo explicó el caso de su suegra y le entregó una copia del fax, que el doctor estudió durante algunos minutos. Luego apartó la carpeta, que era de un suave lila, se quitó los lentes y dirigió a Bartolo una mirada penetrante, repentina, que le produjo como un desasosiego. Para llegar al despacho del doctor, en el mismo centro de la ciudad, habían atravesado una serie de patios con canteros de vegetación prepotente, pasillos de arcos, corredores con paredes de mayólica antigua. Y allí estaban ahora, como griegos en Delfos, a la espera de que el oráculo se pronunciase.
–Lo primero que hay que entender –dijo el médico– es que ésta no es una enfermedad. Dos seres se enfrentan en el mismo cuerpo: el hombre, por un lado, y una esencia ajena al individuo, que no se limita al tumor madre y a la eventual metástasis, sino está esparcida por el mundo. Lo que el individuo sufre, sólo es un minúsculo episodio de la evolución de otro ser que amenaza a la humanidad, de raíz. Nada nuevo, en eso, nada que no haga, entre otras criaturas, el hombre, cuando, en forma sucesiva y creciente, deteriora el mundo, descubriendo continuamente nuevos lugares y nuevas fronteras, y los pliega a sus conveniencias para luego abandonarlos detrás de sí, vueltos cenizas.
Bartolo preguntó desde dónde, supuestamente, ese antagonista dirigía sus operaciones bélicas, por así llamarlas, y porque no se atacaba directamente a su yo, para destruirlo e impedir su evolución.
–Usted está confundiendo la habilidad con la conciencia –repuso el doctor–. Vea, –continuó–, nosotros ignoramos el origen de nuestros propios comportamientos, más allá de aquellos, muy pocos, que derivan de nuestras deliberaciones conscientes. Entonces mal podemos comprender la estrategia de un adversario tan disímil de nosotros, y mucho menos descubrir cómo y dónde se la elabora. Ustedes acaban de llegar a uno de los pocos centros de investigación en que se sabe lo que está en juego y de cómo puede combatirse el flagelo. Imaginen un ejército de marabuntas, las marabuntas del mundo, que depredan infinitas regiones de la selva y de los sembrados: ¿qué ganamos, como especie, destruyendo una de sus vanguardias? Es lo que intentan hacer la cirugía, los rayos, la quimioterapia, exitosos a veces, pero que, a la vez, dañan al huésped, y no ayudan a su evolución, al contrario. Lo que nosotros hacemos, aquí en Yucatán, es enfrentar al paciente con su realidad, con su insuficiencia, y estimular su organismo a desarrollar sus propias defensas, que normalmente alcanzan y sobran para decidir la suerte de cada batalla.
El doctor hizo una pausa, dejando que sus interlocutores absorbiesen el concepto. Bartolo amagó con una pregunta:
–¿Y esto, cómo lo logran?
–Vea –contestó el doctor–, sustraemos al paciente de su hábitat, lo sumergimos en un nuevo entorno, hostil, que encierra peligros de tipo corriente de los que debe aprender a cuidarse, lo alimentamos principalmente con líquidos, lo limpiamos por dentro. Porque de esto se trata, de reforzar su sistema inmune, cuyos mayores órganos son el aparato digestivo y el cerebro, en funciones de las que no tenemos conciencia. Esto se hace en la selva, a cien quilómetros de aquí. La vivienda es precaria, el paciente debe prepararse los alimentos sin ayuda de nadie, los enfermeros son, básicamente, vigilantes que controlan que no haya transgresiones a las reglas. Claro que si el paciente se lastima o se enferma (una gripe, por ejemplo, o la mordida de un alacrán) se le proporciona atención médica, que consiste, excepcionalmente, en suministrarle algún remedio, pero, por lo general, se limita a modificar temporariamente su dieta, que sigue siendo fundamentalmente líquida, y prescribirle otros recursos higiénicos que consideramos adecuados. Transcurridos los primeros diez días, el paciente está libre de irse, en cualquier momento, pero si quiere curarse debe seguir hasta que yo lo dé de alta. Yo lo reviso periódicamente, con la ayuda de un instrumento similar a éste (indicó un aparato como el que usan los oculistas para revisar los ojos) y decido, a los dos, a los tres meses o cuando sea conveniente, que terminó el tratamiento. Que es caro, pero no creo que esto a usted lo preocupe. Ahora deje que lo revise. No, no le voy a cobrar honorarios por una segunda visita, usted ya arregló lo de esta consulta con mi secretaria, esto lo hago sólo para que usted entienda cómo es la cosa.
Bartolo apoyó el mentón en el soporte incorporado al aparato, una luz intensa le encandiló, movió los ojos según le indicó el doctor, que, según el testimonio posterior de su cuñada, tomaba notas por escrito, de tanto en tanto. Finalmente terminó la revisión. Bartolo, sus ojos todavía estallaban de luces, regresó a su silla.El doctor le devolvió la carpeta lila.
–Es inútil que traigan a la señora desde Italia–dijo–. Que su hija se quede con ella hasta el final, quizás ocurra esta misma semana, estén preparados. En cuanto a usted, señor Bartolo, hoy mismo, al llegar al Distrito, tome turno con este laboratorio, le doy la tarjeta con dirección y teléfono, hágase el estudio que le prescribo en esta receta y después decida. Yo no necesito de ese estudio, porque, no bien ustedes entraron al consultorio, advertí que había un problema y luego lo diagnostiqué con la ayuda de este aparato. Usted sí precisa del estudio, porque, por su formación cultural, sus decisiones deben basarse en lo que usted considera una prueba científica. Tranquilo: está a tiempo, todavía. Mi recomendación es que no regrese a Rio, desde el Distrito, que se venga directamente aquí. Lo espero.