Andreíno, por esas cosas de la vida, no pudo cursar la universidad. Quiso ser arquitecto, un estudio prolongado y de elite, que da acceso a una carrera prestigiosa, pero se casó muy joven, a los pocos meses nació su hijo, había que parar la olla, tuvo que abandonar su propósito. Su mujer, al intuir su frustración, sugirió que ella y el hijo podrían vivir con sus padres, que residían en la provincia, en una ciudad menor, como a cien quilómetros de la capital, hasta que Andreíno hubiese completado sus estudios, pero ese plan era utópico, demandaría años de verse sólo en los fines de semana, unos trescientos fines de semana, lo menos, bajo la mirada crítica de los suegros, los otros días él debería vivir de la sopa y el pan de sus padres, ya jubilados. En fin, por sincera que fuese, y sobre eso Andreíno tenía dudas, la propuesta era inviable. A los pocos años se separaron, ella y el hijo vivieron de una parte del sueldo de Andreíno, hasta la mayoría de edad del menor. Mientras tanto cambió la ley: pudieron divorciarse. Él trabajaba de empleado en una empresa comercial, en la que hizo una razonable carrera, acompañada por aumentos de sueldo que permitían vivir sin lujos.
Su hijo ingresó a la universidad pública, convirtiéndose en uno de esos estudiantes eternos que nunca enfrentan la vida con sus crudezas. Andreíno tenía algunas amigas, nada comprometedor; además le gustaba correr maratones, largos fines de semana practicando, sin ánimo competitivo, porque para ello uno debería haber nacido en Kenia o algo así. Finalmente, casi al completar una carrera de sólo diez kilómetros, le falló el corazón. Faltaban apenas meses para jubilarse. Su padre, viudo hace tiempo, debió hacerse cargo de todo. Quedaban cuatro trapos, unas docenas de libros, un canasto de papeles, una vieja computadora, cinco mil dólares para su hijo, que seguía estudiando, arreglándoselas como podía. Sus restos fueron incinerados, las cenizas esparcidas en el viento de la sierra, que nada quedase de su cuerpo, como nada quedaba de sus afanes. Son cosas de la vida.
Desde un principio, todo lo relativo a sus estudios había sido complicado. Un día (llovía, Andreíno estaba en casa, solo con la tía), la tía vio con sorpresa que Andreíno intentaba leer la etiqueta de un frasco de dulce, y efectivamente, quizás ayudado por la figura, logró deletrear la palabra PERA. Andreíno acababa de cumplir tres años. A la tardecita, volvió el papá del trabajo y la tía se apuró a informarle la novedad. Cuando regresó la mamá, una hora más tarde, los encontró empeñados en un juego: el papá escribía en letras de molde palabras sencillas, como ser TITA y LATA: el chico, para demostrar que estaba ya preparado para empresas mayores, al ver la T, intentaba TIGRE, y LEÓN con la L. Pero se le reconducía fácilmente a propósitos más humildes, y efectivamente constataron que leía. Lo extraño era que nadie le había enseñado, sólo a veces la tía, contestando a sus preguntas, le decía el nombre y el sonido de alguna letra que veían en la calle, en carteles de tiendas, o en propagandas. Esa noche Andreíno se durmió tarde, por la excitación. Antes de acostarse, su padre, pensativo, le dijo a su esposa que ese hijo tendría un futuro de grandes cosas y el principal deber de ellos era ayudarle a conquistarlo, ese futuro, costase lo que costara. La mamá, que era maestra, empezó a enseñarle, con paciencia y buen humor, las letras y los números.
Así, antes de cumplir seis años, habiendo ya completado en casa el programa de primer grado, Andreíno rindió el examen de admisión a segundo grado, y lo superó fácilmente. En el dictado cometió un solo error: escribió mussolini con minúscula, pero se apresuró a corregir la M. En esa época mejor el mamarracho de la corrección (el borrador de tinta no estaba permitido) que escribir con minúscula semejante apellido. Siguieron tres años de primaria, apenas tres años, porque cuando él estaba en cuarto grado, su mamá, con paciencia, a la noche, le ayudó a prepararse a un examen que le permitiría acceder al secundario sin cursar quinto grado.
Aprobó el examen. En el oral de Geografía, al preguntarle sobre los mayores ríos de Italia, no mencionó el Ticino: la profesora le preguntó:
–¿Y el Ticino?
–El Ticino es un tributario, Señorita –contestó Andreíno, que evidentemente sólo admiraba a los números uno.
Así Andreíno ingresó al primer año del secundario a poco de cumplir nueve abriles. Los compañeros, varones y muchachas, le llevaban una cabeza y dos años de experiencia, por más que no supiesen las tablitas con la soltura de Andreíno. Es difícil la vida de colegio, en esas condiciones. Sin amigos, pues sólo se dirigían a él para copiar la tarea de su cuaderno: impecable, tanto más que su mamá lo seguía revisando y repasando con él todas las noches, antes de acostarse. E
En junio del cuarenta, él acababa de aprobar primer año, Italia entró en guerra. Estaba solo en casa porque sus padres no habían aún regresado del trabajo. Puso la radio a todo volumen, abrió la ventana, buscó la bandera y la colgó del balcón. Niza, Córcega y Malta iban a ser Italia, como siempre debían haber sido. Su padre, al llegar, no parecía compartir tanta alegría: cerró la ventana (claro que ya estaba refrescando), bajó el volumen del parlante, escuchó en silencio, con el ceño fruncido, el discurso del Duce, que se estaba emitiendo por tercera vez, y los comentarios de los cronistas.
Parecía que la paz estaba cerca, porque Alemania había invadido Francia y otros países. En cuanto a Rusia y Estados Unidos, ni lo estaban pensando. Como sea, la ocupación de Europa por el Reich había sido más rápida que cualquier cálculo previo, por lo que el Eje no estaba preparado a invadir Gran Bretaña.
Al año ya se observaba un deterioro en las condiciones de vida: la comida escaseaba, el tono de los comentaristas había moderado el triunfalismo, a muchos hogares llegaba la notificación de la muerte de militares (del esposo, del hijo), los bombardeos destruían familias y propiedades en las ciudades más importantes. En el primer bombardeo de su ciudad, Andreíno habría muerto, a no ser por una de esas cosas de la vida. La alarma (todas las sirenas de la ciudad tocaban juntas, con ritmo ya harto conocido, en cuanto se acercaban las escuadrillas enemigas) sonó minutos después de la una de la tarde, mientras Andreíno volvía a casa desde el colegio: estaba caminando con una compañera que se llamaba Fiammetta, pero todos le decían Norma, porque tenía la misma voz profunda, casi varonil, de una Norma cantora, célebre en esa época. A los pocos minutos de sonar la alarma, se vieron los primeros aviones de la RAF. Se zambullían de a uno, desde unas nubes que parecían de algodón, y concluían su picada descargando sus bombas no muy lejos de donde ellos se encontraban, a juzgar por el estruendo, de muerte. Andreíno, por ser varón, acompañó a Fiammetta hasta la casa donde ella vivía y allí los padres de ella insistieron para que él se quedara con ellos, en el sótano, hasta el cese de peligro. Andreíno, antes de bajar, llamó por teléfono a sus padres para explicar qué habían decidido. Por el auricular se multiplicaba el estruendo de las bombas. “Papá, papá”, gritó Andreíno. Tras un momento de silencio, que a Andreíno le pareció interminable, su papá, con voz entrecortada, le dijo que había destrozos en la casa, por de pronto los vidrios de las ventanas estaban todos quebrados, pero el edificio había resistido y ellos (papá y mamá) estaban incólumes. Que él se quedase en lo de Fiammetta, en el sótano.
Cuando Andreíno pudo volver a casa, vio que muchas de las viviendas de la calle, especialmente del lado del ferrocarril, habían sido derribadas por las bombas. La calzada estaba llena de cascotes y fierros retorcidos. De no haber sido por lo de Fiammetta, él se habría encontrado en esa calle en el momento preciso, y no estaría contando el cuento. Quizás por ello, o porque no tenían otros amigos, Fiammetta y Andreíno empezaron a verse casi todos los días después del colegio, y estudiaban juntos la tarde entera, y los domingos salían en bicicleta, a pedalear por el parque, a lo largo del río. A veces descendían a pie hasta el borde del agua e intentaban, tímidamente, un beso, arrodillados en el pasto de la orilla.
A las pocas semanas de comenzar el segundo año del Liceo (o sea el penúltimo de la secundaria) Andreíno cayó enfermo, enfermo de veras. Consecuencia de la guerra: además de las privaciones, pasaba que los yanquis a menudo le regalaban golosinas y cigarrillos, así que él empezó a fumar a los catorce no cumplidos, un lento suicidio, claro que una vez que se instaló en la cama debió dejar el vicio. Empeoraba día tras día, le entró un dolorcito al nervio ciático, el médico, un jovencito amigo de familia, no daba pie con bola, al principio él lograba caminar hasta el baño, apoyándose al bastón del abuelo (que en paz descanse), después, confinado en la cama, debía usar la chata. La fiebre subía más a la tardecita. La noche, sin dormir: prendía la radio, su mamá se la había puesto al lado de la cama, así por lo menos se distraía, pero con cuidado, porque una vez que había un programa cómico se tentó, no podía dejar de reír, su cuerpo se sacudía, la articulación del fémur dolía horrores, seguía riendo y lloraba, al mismo tiempo, por el dolor. Su mamá ya no sabía qué hacer, pasaba a su lado el poco tiempo que podía, entre el trabajo y cuidar la casa, le daba a las horas prescriptas esos remedios inútiles, ya a Andreíno le daban arcadas sólo al recordarlos. Hasta que el médico trajo en consulta a su profesor, éste sentenció que se trataba de pleuresía, apostaron a que sí o que no, ganó el profesor al extraerle, con una jeringa común, un vaso de pus, o lo que fuese, de la base del pulmón. ¿Y la pierna? Ya la pierna enferma era más flaca que la otra, el médico se las medía en la pantorrilla, y, al comparar las circunferencias, parecía preocuparse. Claro, lo que habría hecho el milagro era la penicilina, inventada hace poco por Fleming, pero ¿cómo conseguirla? Andreíno creía saber cómo, pero no le podía decir a su mamá, porque ella había echado de casa a Paul, un amigo yanqui de Andreíno, el que le regalaba las golosinas.
Una vez que Paul estaba enfermo, algo del hígado, Andreíno fue a visitarle en el hospital militar. Paul estaba ya mejor, en bata, sentado en un sillón. Fueron a la confitería del hospital a tomar algo, para eso debieron cruzar un pasillo oscuro, Paul le abrazó, lo besó en la boca, como con desesperación, Andreíno no se resistió, sólo padeció los besos, son cosas de la vida. Su madre no le tenía simpatía a Paul, se ve que le había calado. Un día que no estaba Andreíno y que Paul fue a su casa, le dijo abiertamente, en su inglés precario, que no era bienvenido.
Se veían, a veces, en una confitería del centro, luego Andreíno se enfermó y chau. Por un lado mejor así. Pero Andreíno la tenía clara: sin penicilina, poco a poco, adiós a la vida. Fue entonces que recibió la visita de Fiammetta, ¡al fin!
Hacía tres meses que Andreíno estaba enfermo, y ninguno de los compañeros se había acercado a ver cómo seguía; sólo, a las cansadas, uno que otro había llamado por teléfono. Claro que los padres prohibían a sus hijos de ir a visitarle, por temor al contagio de esa enfermedad de diagnóstico incierto, quizás tuberculosis. Cuando vio a Fiammetta, él supo que ella era su última oportunidad, así que, si bien le daba como vergüenza, al rato le pidió de buscar a Paul, de explicarle la situación, que él se moría, a ver si Paul podía ayudar en algo. Una semana después, Paul vino a su casa. Le abrió la mamá, Paul le dio un paquete.
–No tenga miedo– dijo–, ya me voy, traje esto para Andreíno.
Era penicilina, unos cuantos frascos, con las etiquetas del ejército americano.
Al mes, Andreíno pudo reanudar su vida, pero, claro, el año escolar ya estaba perdido. Se vio a menudo con Paul, largos paseos por el parque tomados de la mano, conversaciones en el café hasta la hora de cierre. Pero al fin, así es la vida, llegó el día en que Paul debió regresar a California, con sus camaradas. La guerra ya era un recuerdo. El adiós fue sin lágrimas y de pocas palabras.
Andreíno, que era muy buen estudiante, tras escuchar la opinión de sus profesores, decidió prepararse para el examen final del secundario sin frecuentar el colegio, recuperando así el año perdido. Aprobó y, a los diecisiete años, ya debía elegir a qué facultad inscribirse. Allí fue cuando recibió la primera carta de Paul, que insistía para que Andreíno se fuese a San Diego, que deseaba un montón volverle a ver, que luego, juntos, decidirían qué hacer. Carta va, carta viene, pasaron casi dos años. Andreíno seguía en dudas: se anotaba en una facultad, tomaba clase en otra, de exámenes, nada. Sus padres habían envejecido, máxime la mamá. Ellos no querían que Andreíno viajase a Estados Unidos, porque temían que no volviese. Andreíno insistía: cómo no le dejaban ir, no entendían que era su oportunidad de conocer el mundo, de salir de esas cuatro paredes, ¿no querían admitir que el país ya estaba jugado? Tanto hablar de su porvenir: ¿para esto? Finalmente Paul le mandó el pasaje. Viajaría en un carguero Liberty recauchutado que, durante la guerra, había cruzado más veces el Atlántico con tropas y pertrechos, esquivando los submarinos alemanes. En éste, que fue su extremo viaje, se hundió cerca de las Canarias, últimas costas de España. Quedaron dudas sobre las causas del naufragio: hubo una explosión, el barco se incendió. Sólo parte del pasaje, la mayoría tripulantes, se pudo salvar en las chalupas. Andreíno fue dado por desaparecido.