Las causas de la muerte del profesor Schmidt, sociólogo, eran, cuanto menos, dudosas. Pallotta, periodista de El Diario, le esperaba en la Redacción a la tarde de un lunes, a eso de las cinco, para una entrevista que se anunciaba jugosa. Asistiría también el Director, y quizás otros, en vista de la notoriedad del Profesor.
Schmidt no apareció, ni contestaron sus teléfonos (el de la casa, el celular). Tampoco en la Facultad tenían noticias de él. Muy entrada la noche, por un compañero de Pallotta, cronista de policiales, se supo que un auto, con chapa a nombre de Alfonso Schmidt, había caído desde un puente a la ribera de un riacho, se había incendiado, y, si bien la identidad de su único ocupante no estaba todavía confirmada, se consideraba probable que se tratase del conocido sociólogo. Finalmente, el odontólogo, que intervino porque el cuerpo estaba carbonizado, confirmó lo supuesto.
Pallotta, de acuerdo con el Jefe de Redacción, tras redactar la necrología partió en su auto para Jabalíes, la localidad más próxima al lugar del accidente. Queda a unos doscientos quilómetros de la Capital, y es cabecera del partido, vale decir que tiene intendencia, catedral, hospital, comisaría y todo lo que corresponde. Justamente fue la comisaría el primer lugar al que recaló Pallotta. Tras breve espera, le recibió el Comisario en persona, que estaba tomando mate. Pallotta, tras presentarse y declinar la invitación a compartir la bombilla, supo que el accidente se había producido alrededor de las dos de la madrugada; Schmidt provenía de la playa; estaba volviendo a la Capital; no se sabía por qué había elegido esa ruta secundaria, de escaso tráfico, quizás quería evitar el pago de los peajes; circulaba, probablemente, a alta velocidad; tal vez se adormeció mientras conducía; tal vez en la cena había tomado una copa demás; antes de embocar el puente chocó contra un poste de luz ubicado sobre la margen derecha de la banquina, que quedó dañado; perdido el control del volante, había caído al barranco, el auto se había dado vuelta y se había incendiado. Pallotta preguntó si la investigación se daba por concluida.
–Esto no depende de nosotros –contestó el Comisario–, sino del Juez. Lo que sí, de las eventuales diligencias adicionales tendría que ocuparse la Federal, porque nosotros, cinco agentes incluida la telefonista, no damos abasto con la tarea diaria imprescindible.
Ya era tarde, Pallotta le pidió al Comisario dónde podría hospedarse, le dio las gracias y se dirigió a la única hostería del pueblo, para tomar una habitación y hacer unos llamados. Más tarde fue a cenar a la parrilla que allí le recomendaron.
Los llamados fueron al colega de policiales y a uno de los secretarios del juzgado que, casualmente, había sido compañero de estudios de Pallotta, en el secundario. Le pidió al colega si podría darse una vuelta por el departamento de Schmidt, a ver si surgía algo útil. Luego saludó al Secretario, recordaron los tiempos del colegio y finalmente le pidió que por favor le informase si la investigación sobre la muerte de Schmidt se daba por concluida. El Secretario tomó nota y prometió ojear el legajo.
La parrilla, a la vera del camino, al lado de una estación de servicio, resultó ser más que recomendable. Había bastante público y las camareras sonreían a todos y no las incomodaban los piropos. La comida, bien sazonada. Pallotta, al terminar, prendió un puro (fumaba sólo uno por día, después de cenar), telefoneó a su mujer, no estaba, grabó un mensaje: que él volvería mañana o pasado, cualquier urgencia le llamase al celular, besos, buenas noches. Luego se puso a hablar con su camarera. Ella recordaba a Schmidt, que había visto unas cuantas veces. Estaba enterada: pobre hombre, no hay como escaparle a lo que está escrito. El domingo él había cenado como a las nueve, pollo al curry y jugo de naranja, si no recordaba mal, se había ido como a las diez, claro que ella no podía saber si había seguido viaje o si había dado un vistazo al night; quizás Pallotta quería la dirección, era entretenido, por la música y las muchachas, lo frecuentaban muchos clientes; en el verano venían turistas, desde la playa, a pesar del tirón largo, ni que hablar de los estancieros, gente de dinero, clientes de los doce meses; un ambiente familiar, ella misma, al terminar el servicio en la parrilla, sabía darse una vuelta, por si recalaba algún conocido. Pallotta puso la tarjeta en la billetera, le dijo hasta luego a la moza, y se fue a terminar su puro en el night. La música no era en vivo, la luz muy discreta, había poca gente (claro que era día de semana), pidió una ginebra. La camarera era llamativa, la que atendía el bar también, al rato llegó su amiga, se sentó a su mesa, ahora se tuteaban. A las preguntas de Pallotta contestó que la noche del accidente, por ser domingo, ella de la parrilla se había ido directamente a casa, por eso no sabía si Schmidt había estado en el night, pero pronto salieron de dudas por la colega, que lo recordaba, claro que lo recordaba, no, no había tomado tragos, había pedido jugo de naranja, siempre pedía lo mismo. Aún le daban escalofríos: ella había estado con él en el piso de arriba, como otras veces, y, media hora después, el accidente. Pallotta llegó a saber, por su amiga de la parrilla, que la chica del night tenía un supuesto novio a quién le ponía furioso que ella tuviese esa suerte de trabajo; un muchachón medio bobo y violento, dueño de un campo cercano, lo había heredado, iba de acá para allá todo el día con una moto japonesa, haciendo lío. Pallotta al rato dijo estar cansado, que volvería pronto, ahora que conocía el lugar, que le disculpase si la dejaba así, en trunco, pero se sentía realmente agotado... Le puso en el bolso una buena propina, le besó las manos, y se fue a la hostería.
El día siguiente (jueves) hubo dos novedades. El amigo cronista había ido al departamento de Schmidt. Por suerte le abrió la mucama, que era de cama adentro. Una mujer madura, asustada, de ojos llorosos. Al saber que él era periodista le había dejado entrar, estaba desorientada, se quedaba sin trabajo, sin plata, ni sabía si Schmidt tenía parientes. Había venido la policía, querían la dirección del dentista del Profesor, ella no la tenía, entonces habían registrado el estudio, lo habían dejado hecho un desastre. No sabía a qué santo votarse. Él le aconsejó que de momento siguiese viviendo en el departamento, hasta que apareciesen los herederos, después se vería. Le dio su número de teléfono, por cualquier cosa. De toda forma él pasaría a saludarla dentro de un par de días. La vieja, ya más tranquila, le dejó entrar al estudio.
El contenido de los cajones estaba volcado sobre el escritorio. Le había llamado la atención un cuaderno de tapa roja con unos borradores de cálculos de probabilidad, aparentemente fórmulas para el juego, ruleta y black jack. Daba la impresión de que las hubiese desarrollado el mismo Schmidt, partiendo de la serie de Fibonacci (el amigo cronista tenía el berretín de la matemática). En el mismo cuaderno estaban pegados, en orden de fecha, los boletos de ingreso al casino de la playa y, al lado de cada uno, series de números entre el 0 y el 36. Aparentemente Schmidt iba a ese casino con cierta frecuencia. No al Municipal, sino al que había sido de Sinatra, según dicen.
El Secretario había mirado el expediente. No había nada que justificase la intervención de la Federal. Un conductor en estado de ebriedad, o agotamiento físico, había embestido un poste de luz, el auto había caído por el barranco, se había incendiado. Que se tratase de un catedrático de fama, no modificaba los hechos. Suponía que el Juez despacharía el asunto como muerte por accidente causado por el mismo fallecido. Por otra parte, como Pallotta sabía, Schmidt no era santo de devoción de los gobernantes, por sus teorías, que acababa de esparcir por todo Sudamérica con una serie de conferencias, como si sus numerosos libros no fueran suficientes. Por lo tanto, ni pensar que algún oficialista tuviese el prurito de escarbar más hondo. ¿Y la oposición? Lo de Schmidt era teoría, más para los claustros que para la masa que vota. Pallotta agradeció, dio y recibió noticias sobre las familias, “debemos almorzar juntos un día de estos”.
La razón por la que Schmidt había elegido el camino sin peajes ya era evidente. Enfrentar al muchachón violento para sacarle de mentira verdad, “muchas gracias, después de usted”. Pero valía la pena jugarse mil duros a la ruleta y de paso verificar si la fórmula de Fibonacci había hecho rosca. Por ello Pallotta llamó a su jefe, le hizo un resumen de lo que se sabía hasta el momento, le convenció de que era conveniente completar la investigación, quedaron en verse el sábado temprano. Luego saldó su cuenta en la hostería (le obsequiaron seis alfajores de la localidad) y siguió viaje hasta la playa. Por suerte ni llovía ni hacía demasiado calor. La ruta cruzó infinitos campos de pasturas, con sus ranchos circundados por bosquecitos y, tras dejar atrás una avenida de majestuosos eucaliptos que llevaba a un casco de estancia, por fin desembocó en la autopista, cincuenta quilómetros antes de la playa. Durante el viaje, Pallotta repasaba mentalmente lo poco que había aprendido de las teorías de Schmidt al prepararse para la entrevista. Resumiendo (y empobreciendo), Schmidt en sus libros sostenía que el Sudamérica hispano (a diferencia de lo ocurrido en el caso de Brasil) por lo general no ha evolucionado en cuanto a modelos de explotación, que siguen siendo, básicamente, los de los virreinatos. Cada región tenía y sigue teniendo uno o más productos específicos (cobre, estaño, café, cereales, carne, petróleo, antiguamente oro y plata, etc.), que se extraen o cosechan, igual que siempre, con mano de obra barata y un mínimo de mecanización. Lo que ha “evolucionado” es el emprendedor: en ese entonces la Corona, posteriormente la oligarquía (a la que luego se sumaron las empresas foráneas), finalmente, en demasiados casos, la mafia gobernante de turno, encaramada sobre el voto cautivo de una clientela hambrienta, iletrada, comprada con dádivas mezquinas, ya que por su falta de educación no puede pretender más. En consecuencia los ahorros se invierten en el exterior, a salvo de la rapacidad del gobierno de turno, la calidad de la educación decrece año por año, la clase media, en lugar de dar acceso a franjas superiores, es una instancia de descenso hacia la pobreza, un estado de progresivo deterioro del modo de vida. La industria es casi en su totalidad de corte oportunista, de ciclo rápido, asociada con los gobernantes del momento, cuyo período promedio no excede los cuatro o cinco años. La entrevista con El Diario había sido propuesta por Schmidt, recién regresado de su gira de conferencias, que lo había llevado, prácticamente, a todos los países de la región. Había deslizado que llevaría consigo pruebas de negocios cuestionables que comprometían a los gobernantes de dos de los países hermanos, algo que, a su entender, era un deber denunciar, y que causaría alboroto. Pallotta sospechaba que Schmidt planeara ingresar a la política y que, tras la publicación de la entrevista en El Diario, empezaría a negociar con algún partido no oficialista, para asegurarse un cargo de categoría dentro de la agrupación. Quizás ya había comenzado las conversaciones.
Tomó una habitación en un hotel de la Costanera, en un piso alto. Desde la ventana se veían la playa, con escasos turistas paseando a lo largo del agua, y el océano, teñido de oro por la tarde, ya cercana al ocaso. Ocasionalmente un auto o un ómnibus recorrían la Costanera: pasó un grupito de escolares, en sus bicicletas, las mochilas en la espalda. Pallotta llamó a su mujer (le decía Cuchi), “¿escuchaste mi mensaje?¿todo en orden por tu lado? me alegro, regresaré mañana por la tardecita, estoy en tal hotel, besos, también te extraño, llámame al celular por cualquier novedad”. Se duchó, se tendió en la cama, estuvo dormitando casi una hora, después se vistió y salió a cenar, no había comido nada después del desayuno, sólo había tomado cocas en las estaciones de servicio, cuando cargaba nafta. Cenó arroz con calamares, mucho más sabroso en la playa que en los restoranes de la capital, donde los mariscos llegan mal congelados. Pidió jugo de naranja, recordando la cena de Schmidt y a la camarera. Quizás debió haber aprovechado la oportunidad, no, mejor así, al regreso el reencuentro con Cuchi no sería perturbado por un cargo de conciencia. Al final de la cena, prendió su cigarro diario.
Fue al casino, jugó la línea del 16, diez apuestas sucesivas todas iguales, pero ponía el doble cuando salía uno de los tres números. Tuvo suerte: acertó tres veces (una vez el 16, seguido por el 18, más tarde otra vez el 16, con el 17 no pasó nada), la ganancia excedió los gastos de todo el viaje, claro que la mayor parte se los reembolsaría El Diario, por añadidura. Charlando con un crupier en su turno de descanso, llegó a saber que a la tarde del domingo se había armado un revuelo. Un cincuentón había ganado una fortuna: jugaba, como muchos, consultando un papelito, pero esta vez el machete había resultado y muchos se habían plegado a su juego, un desastre para la mesa. Recordaba otro caso similar, ése de cinco o seis años atrás, una vieja, en el Casino Municipal, cuando él trabajaba allí. Pero mejor el empleo de ahora, las apuestas mínimas más altas, las propinas más jugosas. Pallotta verificó que el afortunado jugador, al igual que Schmidt, gastaba bigotes y una barba rala.
–Seré curioso –preguntó–, y todo ese dinero ¿de qué forma se lo llevó?
–Lo clásico, contestó el crupier, es parte, parte y parte: efectivo, fichas del casino para la próxima, y un cheque. Claro que éste último viene con retención de impuestos.
Se habían hecho las 2 de la noche. Pallotta volvió al hotel, puso en la puerta el cartelito NO MOLESTAR, no era oportuno levantarse temprano, conducir cansado. Desayunaría en el hotel, almorzaría una hamburguesa a mitad camino, cuando cargase nafta y pasase al cuarto de baño. Llegaría a casa bien antes de la cena. Cuchi le estaría esperando, con su sonrisa.