Un día, bien entrada la tarde, estaba yo bajando del monte por un antiguo sendero que conduce al pueblo donde vivía en aquel entonces cuando resbalé, quizás una cáscara de banana, y me golpeé la rodilla contra el empedrado. Sangraba copiosamente y la herida me dolía horrores. ¿Y ahora? ¿Cómo llegar a casa a tiempo, con mi pierna en ese estado? El cielo, de fuego encima de las cumbres, ya anunciaba la noche y a la noche uno no podía arriesgarse a quedar en la calle. Es que en esos años, de los que los jóvenes nada saben y los viejos no queremos acordarnos, las relaciones con la delincuencia estaban reglamentadas por el “Tratado de Vigencia Permanente”: un nefasto instrumento legal que, en la práctica, otorgaba a los maleantes una patente de corso, entre la puesta del Sol y el alba, por todo crimen cometido fuera de los espacios cerrados.
Me sentía en un brete. De pronto recordé haber visto, al bajar, del lado derecho del sendero, una vivienda circundada por un alambrado al que se trepaban las campánulas. Una casa blanca, silenciosa, quizás deshabitada. Allí me dirigí caminando cómo podía, y logré llegar con las primeras sombras. La puerta estaba cerrada y nadie respondió a mis llamados. Una ventana, que por el último sol brillaba con destellos encarnados, estaba semiabierta. Entré mientras el aire retumbaba por el estruendo del toque de queda, campanadas electrónicas retransmitidas por antenas. Estoy a salvo, razoné, cerrando los vidrios.
Prendí la luz. Se trataba de una construcción de unos cien metros cuadrados, diez por diez aproximadamente, de planta baja, dividida en tres ambientes: una sala con cocina, que ocupaba mitad del edificio, y dos cuartos. Sobre la mesada de la cocina había un canastito de fresas (o fresones, o frutillas, no sé cuál es cuál), probablemente cosechadas en el bosque que empezaba metros detrás del alambrado y subía por la cuesta: castaños, principalmente, y, más arriba, abedules y abetos. Evidentemente la casa estaba habitada. Uno de los cuartos estaba cerrado con llave: el otro, pulcramente ordenado, tenía una cama tendida y, en el armario, ropa masculina. De las paredes, tanto de la sala como del dormitorio, colgaban mapas y almanaques. En la sala... me parece que había una TV/PC sobre su propia mesa, un sofá, dos sillones, una mesita ratona, quizás una alfombra.
Al baño se accedía por el dormitorio. Allí mediqué la herida con desinfectante (se entreveía la rótula) y la cubrí con gasa, asegurándola con cinta adhesiva. Me cambié el pantalón, manchado de sangre, por uno que saqué del ropero. Me quedaba de medida. El botiquín, por suerte, estaba bien surtido, por lo que pude tomar un analgésico, efectivamente poderoso, como prometía el folleto, porque a los diez minutos ya no me dolía la pierna.
Entre el sector de la cocina y la sala, una mesa de roble con banquitos. Allí me senté a comer parte de las fresas, que me había servido en un plato blanco, de cerámica. Tomé agua de la canilla, ya que evito las bebidas heladas. Por la ventana se entreveían las siluetas de un columpio y otros juegos infantiles, parecidos a los que habíamos tenido en nuestra vieja casa de campo, en épocas mejores, cuando vivíamos en la ciudad. Un farol, cerca de la entrada, iluminaba un trozo del sendero, cuyo descenso acompañaba la luz espectral de la luna hasta que se perdía entre los árboles. Me levanté para acostarme en el sofá, pero en ese momento oí el ruidito de un picaporte y la puerta del segundo cuarto, que había estado cerrada con llave, se entreabrió y adiviné en la penumbra los ojos alertas de un niño de quizás diez años que, tranquilizado por mi aspecto, avanzó en la sala y vino a abrazarme.
– Cuánto tardaste, dijo al ver que ya era de noche.
Su siesta se había prolongado más que de costumbre, y estaba hambriento. Se sentó a la mesa y la emprendió con los fresones, o lo que fuesen. Yo me quedé callado, mientras constataba con asombro su parecido con mi hijo: dos gotas de agua. Finalmente le llamé por su nombre y me contestó:
–Sí, pa’.
Tenía el cabello ensortijado, ese cabello que le había acariciado mil veces, con dedos temblorosos, durante su larga enfermedad, cuando, en el hospital, luchamos juntos contra lo inevitable. Y sin embargo...
–¿Cómo se llamaban las tres carabelas?
Me contestó:
–La Pinta... la Niña...
Frunció el ceño, como entonces. Y como entonces:
–De la otra no me acuerdo
(¡Dios!, pensé, si es que existes).
–Y ¿cuál es el número menor por el que puede dividirse la suma de tres cubos consecutivos?
–Tres –repuso–, a parte del uno.
Y esto casi me convenció, porque recordé la larga noche de repaso en que descubrimos accidentalmente esta propiedad de los cubos, misteriosa como todo lo que concierne los números. Y sin embargo... Se llevó una frutilla a la boca con la mano izquierda. Era zurdo, su diestra intervenía sólo de apoyo. Esto, hacía la diferencia. Me pareció inoportuno cuestionar mi paternidad en ese momento: lo ayudé a ponerse el piyama, lo acosté en su camita (la pieza era una réplica de la que era suya, en la casa de campo). Antes de cerrar los ojos (¿por qué estaría tan cansado, después de semejante siesta?) me recordó nuestros planes para el día siguiente: que iríamos a la playa.
–Bueno, bueno, ya veremos –contesté.
–Pero lo prometiste, pa’.
–Quiero decir –añadí confundido– veremos qué tal el tiempo.
Cerré la puerta de su habitación. Mi cara estaba mojada de lágrimas: seguí llorando un rato, luego bebí un largo trago de agua. La promesa de un día de playa con mi hijo, o casi él, como antaño. Remontar un barrilete, quizás éste también con forma de dragón, como el que se nos perdió en el viento. Habíamos almorzado con viandas traídas de casa, al amparo de una sombrilla de azul profundo, que, vista desde las dunas, parecía una flor exótica brotada de la arena. Él nadaba como un lobo de mar, por las tardes transcurridas en la pileta del club. Me sentía feliz, pero como al borde de un abismo. Me acerqué a la ventana: el sendero seguía desierto en la luz inmóvil del farol, pero más allá del círculo luminoso era la noche, pues las nubes habían tapado la Luna. Poco a poco mis recuerdos se convirtieron en fantasías, casi en sueños, y esperé el alba en un duermevela colmado de temerosas esperanzas.
No había leche para el desayuno. Tomamos té endulzado con miel, acompañándolo con las últimas fresas. Completaríamos la refección en la confitería del pueblo, manteles cuadriculados rojos y blancos, olor de espliego, la chica con delantal cándido almidonado sobre el guardapolvo negro de cuello redondo, leche con chocolate, churros rellenos de crema pastelera. De allí al ómnibus, que en hora, hora y media según el tráfico, cruzados innúmeros campos de mirasoles y pasturas, nos dejaría en la playa. Hacía un día espléndido. Las nubes habían sido barridas por la sudestada y el cielo, inmaculado, era surcado en vuelo por gaviotas que espiaban sus presas desde lo alto. Volveríamos (¿adónde?) recién al día siguiente, para aprovechar la playa hasta la puesta del Sol. Esa noche nos cobijaríamos en una hostería donde habíamos reservado una pieza al llegar. Tenía un restorán, para la cena y para el desayuno.
En esa playa alquilaba las sombrillas el propio bañero, un cuarentón de sombrero de paja, barba de tres días, pantalón de baño descolorido por mil soles, musculosa transpirada. Dijo llamarse Pedro, pero que todos le decían Pepe. Su horario de salvavidas, riguroso, empezaba recién a las 11 y terminaba perentoriamente a las 6 de la tarde, para darle tiempo de recoger las sombrillas, guardarlas en el galpón y pedalear hasta su casa, un viaje de media hora que se volvía hora y media si se pinchaba una goma, y, por supuesto, era imperativo llegar a destino antes de la queda. Su bicicleta, adosada a la torre de madera desde la cual vigilaría la costa a partir de las 11, era un viejo artefacto herrumbrado por el agua salada, de cubiertas resecas por el sol.
–Fuera de ese horario de 11 a 18 –añadió– no me hago responsable. Ah, y si me ausento un minuto, pongo una bandera roja, esté atento. ¿Quiere una sombrilla, don?
Le pedí que, en lo posible, fuese azul. Sacó una, nueva o casi nueva, del montón. Le pagué con un billete, que se quedase con el vuelto. Adiviné una mirada hostil filtrarse entre las cejas desteñidas casi de albino, los párpados apenas entreabiertos, por la luz ya violenta. Quizás la propina había resultado exagerada, y se sentía ofendido.
Al bajar del ómnibus habíamos comprado unas tortillas de maíz, para alimentar las gaviotas. Nos cambiamos, con las mudas que habíamos traído en mi bolso gris. La playa estaba casi desierta, todavía: cerca del mar, algunas sombrillas, unas pocas carpas, los juguetes relucientes de los niños en el borde mismo del agua. Lanzábamos trozos de tortilla al aire y las gaviotas, avezadas, las agarraban con el pico y las tragaban, sin interrumpir el vuelo. Por encima de nuestras cabezas, contra el azul del cielo, había un remolino de alas tan hondo como el infinito. La playa estaba delimitada por una punta rocosa que se adentraba en el mar: al otro extremo, bien lejos, se divisaba la línea tenue de un muelle interminable, que iba a recoger a los turistas que cruzaban el Golfo en yates o buques, allí donde el agua admitía el calado de sus embarcaciones. En el medio se agolpaban las olas, una maratón monótona en su eterno movimiento. A las 11, como prometido, el vigía subió a la torre, y empezó a escudriñar su reino, con binoculares. Tenía un silbato de sonido penetrante para reprimir los excesos de audacia de los bañistas, ya numerosos. Yo no debía entrar al agua, a lo sumo quizás bañarme los pies, por la herida, que no me dolía (había vuelto a tomar la cápsula), pero no habría sido prudente exponerla a la sal, tanto más que se me había olvidado traer las gasas y los algodones. Pero él se metió, con prudencia, como insistí, pero con el dominio de siempre.
Mientras se bañaba, yo, mis pies en la última espuma, me preguntaba qué habría sido de sus padres. La madre, el chico ni la había nombrado y, por añadidura, la cama del dormitorio principal era de una sola plaza. Quizá había fallecido al darle a luz, como había ocurrido con mi esposa. En cuanto al padre (digo, al padre verdadero) lo más probable era que le hubiese sorprendido la noche en un descampado: capturado, vendido, quizás para sacar provecho de sus órganos, o cualquier otro fin siniestro, como ocurría con tantos, no necesariamente por imprudentes, sino simplemente porque así estaba escrito. Tal vez lo mejor sería, mañana, volver a la casa del columpio y, si siguiese desierta y tal cual la habíamos dejado, mudarnos al pueblo, y seguir viviendo juntos, sin innecesarios aspavientos. La carga se ajustaría andando. Si, por el contrario, el padre había regresado... bueno, ya vería yo, al momento, cómo contar la historia.
En eso empezaron a llegar los vendedores de limonadas y choclos con mostaza y cafés y churros con dulce de leche, cada uno arrastrando por la arena su carrito de ruedas livianas. Le hice seña al delfín, que volvió obediente, quizás el juego de las olas ya lo había rendido. Comimos al amparo de la sombrilla azul, luego nos acostamos sobre las toallas para una siesta, que fue profunda y dilatada, mientras nos acunaba el murmullo de las olas.
Me despertó el dolor de la herida. No me quedaban pastillas, y no recordaba cómo se llamaban. Quizás, al regresar a la hostería, podría pasar por la farmacia y pedir consejo. El chico seguía durmiendo, yo miraba su pequeña cara fruncida, quizás por un mal sueño, cuando de pronto abrió los ojos, como asustado.
–¿Qué pasa?
No me contestó, se sentó de piernas cruzadas, estuvo mirando un rato las sombrillas cercanas, donde algunos ya estaban tomando mate, de bombilla, pasándose las calabazas uno a otro. Comían facturas y churros, los chicos en salidas de baño; los perros, esperando pacientemente por las sobras.
–¿Quieres merendar?
No, no quería, había soñado de nuevo con el Cuco, ese ser viscoso e informe que venía directamente del infierno a llenarles de hielo los pulmones a los chicos buenos. Una pesadilla, que se fue borrando en la tarde ya madura. Caminamos por la orilla. Una ola más larga, al retirarse de la arena, dejó entre las conchillas del borde un tejo de madera, cubierto de mítilos negros. Lo levanté y lo mostré al chico, la tupida colonia de valvas minúsculas, quién sabe el tiempo que demandó crearla ¿y ahora? Se acercó un perro, arrojé el tejo al agua, el perro fue a buscarlo y me lo trajo. Nadaba sin desvíos entre las olas, derecho a su meta. Le dí el tejo al chico, que lo arrojó, ya metido en el agua, él y el perro siguieron jugando un buen rato, hasta que el chico empezó a nadar, en aguas algo más hondas. El perro pedía más, yo arrojé el tejo una o dos veces, luego busqué al chico con la mirada, sin encontrarlo. Miré hacia la sombrilla, y nada. Instintivamente miré a la torre. Tenía izada la bandera roja, los que estaban todavía nadando no se habían percatado de la ausencia del bañero, o no les preocupaba. Me fui a la torre arrastrando la pierna, que ya dolía horrores, y subí a ella como pude por la escalerita de madera que colgaba al costado, confiando en que desde allá arriba seria más fácil ubicar al chico. Pero nada. La playa, de a poco, se iba despoblando, porque se había levantado una brisa muy fresca. El cielo se iba cubriendo de nubes. El Sol, promediando su descenso, brillaba opaco. A mi rodilla yo no le hacía caso. Ya no quedaban bañistas en el agua. En eso llegó Pepe.
–¿Qué hace aquí arriba, don?
Le expliqué que no podía encontrar al chico. Sabe nadar muy bien, quizás se alejó un poco...no querría que un calambre...o alguna corriente...
–¿Qué chico? –me preguntó Pepe.
No sabía cómo explicarle: mi hijo, contesté, sin saber si lo era.
–¿Y qué edad tiene?
–Unos diez años, calculo.
Se quedó pensando. Usted, con perdón, tendrá lo menos setenta: o más, diría yo. ¿Y su hijito de diez años, con quién vino a la playa?
–Pero cómo –contesté–, claro que vino conmigo, esta mañana. Estaba conmigo cuándo alquilé la sombrilla, ¿ se acuerda?
–Sí, repuso, que a usted le alquilé la sombrilla azul, que me pagó con un billete de cincuenta y no quiso el vuelto, todo bien, pero usted estaba solo, maestro.
Le miré atónito, sin comprender.
–Claro –dije en tono conciliador–, tanta gente... ¡Pepe, usted no puede acordarse de cada uno!
–Pero no –repuso resentido –, me acuerdo perfectamente, usted fue de los primeros, la playa estaba vacía y usted, amigo, estaba solo. Hágame caso, si quiere quedar aquí un ratito más no hay problema, pero luego vaya a guarecerse, que pronto se viene la noche. Yo voy a recoger las sombrillas, pero a mi regreso –agregó en tono paternal– no quiero verte aquí.
Allí me quedé, qué otra cosa podría haber hecho, contemplando como las familias reunían sus bártulos y se iban de la playa, con sus juguetes y sus perros, hasta que regresó Pepe, completada la cosecha de sombrillas, a buscar su velocípedo. Me interpeló desde la arena, sin subir.
–Eh, Abuelo: ¡a guarecerte, que pronto llega la noche!
Vi como se alejaba por la arena, empujando su bicicleta hasta encontrar terreno firme. Allí se encaramó sobre los pedales y se fue a su casa donde seguro que le esperaban su mujer y sus hijos, para la cena. Yo seguí allí, oteando sin esperanza el océano hasta que el Sol se sumió en el agua. El aire se estremeció, por el toque de queda. En las tinieblas sólo se escuchaba el murmullo de las olas, haciendo y deshaciendo su eterno dibujo.